Breve texto de Basaglia en el que se abordan las relaciones entre servicios sanitarios, explotación y enfermedad mental a partir de los conceptos de realidad y utopía. Para animar a la lectura, adelantamos el siguiente fragmento:
La enfermedad es incurable o incomprensible; el síntoma principal es la peligrosidad y la obscenidad, por lo tanto la única respuesta científica es el manicomio donde tutelarla y controlarla. Este axioma coincide, sin embargo, con lo otro en él implícito: la norma está representada por la eficiencia o la productividad; quien no responde a estos requisitos tiene que encontrar su ubicación en un espacio en el que no entorpezca el «ritmo» social. En este sentido ciencia y política económica van de la mano, confirmando la primera los límites de norma más adecuados o útiles a la segunda. La ciencia sirve de esta manera para conformar una diversidad patológica que viene instrumentalizada según las exigencias del orden público o del desarrollo económico, cumpliendo su función de control social.
Este artículo surgió como respuesta a un cuestionario que Franco Basaglia recibió en el año 1972, enviado por el profesor Christian Müller, director del Hospital de Cery, en Lausana, Suiza. La intención de su encuesta era recoger las opiniones de los siete psiquiatras considerados por Müller como los más representativos del mundo occidental, acerca de la organización de un servicio psiquiátrico ideal para una abstracta población de 100.000 habitantes. Las respuestas obtenidas iban a ser publicadas en la revista Psiquiatría Social de Suiza. No se incluye el cuestionario porque el sentido del mismo queda explicitado a lo largo del artículo, y además, porque precisamente Basaglia lo rechazó, tanto en su forma como en su fin, tomando lo que él consideró el eje de la problemática para definir su posición.
El cuestionario parte, según mi impresión, de una premisa contradictoria implícita en la primera pregunta, que contiene en sí misma la calidad o la naturaleza de las respuestas que provoca.
La petición de formular una hipótesis utópica (La organización de un servicio psiquiátrico para una abstracta población de 100.000 habitantes) precisando contemporáneamente los límites o los confines de la realidad en la que la utopía debe ser circunscrita (en un país occidental europeo o americano), significa proponer o aceptar un discurso puramente ideológico donde la utopía, la hipótesis, en vez de servir a la transformación de la realidad, está determinada o neutralizada por ella. El «mundo occidental» contiene tantas y tales contradicciones primarias o secundarias que no se puede hipotetizar una población tomada como muestra, sin precisar si se refiere a una zona subdesarrollada, a una en vías de industrialización o, aún más, a una zona donde exista un estado de bienestar económico generalizado. Sin estas referencias, no se puede más que proponer una hipótesis «técnica» que responda a las exigencias del técnico y no a las del enfermo, como resultado de una abstracción nunca probada en el terreno concreto de las necesidades, que es donde una organización sanitaria debería responder.
Probablemente éste sea el primer error del cuestionario: pensar que una organización sanitaria psiquiátrica hoy, en una sociedad en transformación, es un mundo cerrado que puede continuar renovándose sólo con la ideología técnico-científica de quien la administra.
«Realidad» y «utopía», en nuestro contexto social, no son términos contradictorios, tesis para producir una nueva, sucesiva realidad que realice e incorpore parte de la utopía. Ambas son reducidas a términos complementarios mediante los cuales son proyectadas a esferas de acción separadas, de tal forma que una pueda traducirse sin contradicciones en la otra. «Realidad» y «utopía» existen ambas como caras sólo aparentemente diferentes de la ideología, que es una falsa utopía realizada sólo en beneficio de la clase dominante. La «realidad» en la que vivimos es ella misma una ideología, en el sentido de que no corresponde a lo concreto, a lo prácticamente verdadero, sino que es el producto de medidas tomadas por la clase dominante en nombre de la comunidad. Y, como estas medidas no corresponden a las exigencias de la comunidad sino a las de la clase dominante que las impone, ellas actúan como instrumentos de dominación. De la misma manera en que la utopía, como elemento contradictorio de la realidad que no puede revelar sus contradicciones porque no quiere transformarlas, se traduce en la ideología de una transformación, realizable en tanto que sea usada como instrumento de dominación.
En este sentido, en nuestro contexto social, determinado por una lógica económica a la que están subordinadas todas las relaciones y las reglas de la vida, no existe ni la realidad como expresión de lo prácticamente verdadero donde verificar las hipótesis como respuestas alternativas a las necesidades, ni la utopía como elemento hipotético que trascienda la realidad para transformarla. La utopía sólo podrá existir en el momento en que el hombre haya podido liberarse de la esclavitud de la ideología para poder expresar sus propias necesidades en una realidad que por esto se revele constantemente contradictoria, o tal que contenga los elementos que posibiliten su superación y transformación. Sólo entonces se podrá hablar de realidad como de lo prácticamente verdadero y de utopía como del elemento prefigurador de la posibilidad de una transformación real de este prácticamente verdadero.
Sentada esta premisa de carácter teórico, intentaré ahora entrar en los problemas propuestos por el cuestionario, usando críticamente los términos realidad y utopía como se los entiende en este contexto, con el intento de aclarar la imposibilidad práctica de responder en una realidad como la del mundo occidental europeo o americano, a las necesidades de la comunidad a través de la organización abstracta de un sistema sanitario prácticamente irrealizable. ¿Se puede pensar en organizar un área hipotética según nuestra propia filosofía política o técnica, si esta área hipotetizada está inserta en una esfera político-económica bien determinada, que no deja espacio ni a las contradicciones ni a la utopía, si no es en la medida en que logro transformarlas en ideologías? ¿Cómo hipotetizar un servicio de asistencia psiquiátrica si no es como respuesta a las necesidades específicas que se revelan en la realidad? ¿Cómo hipotetizar las necesidades a las que deberemos responder, si no es transfiriendo al área de la abstracción total (que no es, como vimos, área de la utopía) el conocimiento que tenemos de las necesidades que nacen de nuestra realidad? ¿Y qué conocimiento real tenemos de estas necesidades, si hasta ahora la única respuesta fue el manicomio y la segregación?
Cuando se nos pide organizar un servicio sanitario (en nuestro caso psiquiátrico), la dificultad está en poder encontrar respuestas concretas a las preguntas concretas que provienen de la realidad concreta en la que se opera. Pero las respuestas concernientes a la realidad deberían trascenderla (a través del elemento utópico), intentando transformarla. En este sentido, al
hipotetizar una organización sanitaria se corre el riesgo de caer en dos errores opuestos: por un lado, el de proponer respuestas que van más allá del nivel de la realidad en que se encuentran las necesidades, creando otras a través de la producción de nuevas realidades ideológicas donde las medidas adoptadas están prontas a responder; por el otro, el de quedar tan adheridos a la realidad, como para proponer respuestas cerradas en la misma lógica que produce el problema que se quiere enfrentar.
En ambos casos la realidad queda inalterada y las respuestas se limitan a definir y a circunscribir la problemática de cada sector específico.
En el terreno de la asistencia, en el primer caso se crearán nuevos servicios que, en vez de hacer frente a las necesidades implícitas de la enfermedad a curar, crearán nuevas formas aún no codificadas, por lo que los servicios proyectados serán la adecuada respuesta ideológico-real. La hipótesis propuesta no nace como respuesta directa a las necesidades registradas, sino como evolución de un pensamiento científico que se desarrolla siguiendo la propia lógica, junto a la lógica económica del área en que opera. De este modo prefigura ideológicamente la realidad a la que se propone responder, creando necesidades artificiales u ocultando las necesidades reales. Los servicios psiquiátricos de carácter preventivo, así como se proyectan y actúan hoy, quedan insertos en la lógica económica que ha respondido a la enfermedad mental con la segregación. La enfermedad es incurable o incomprensible; el síntoma principal es la peligrosidad y la obscenidad, por lo tanto la única respuesta científica es el manicomio donde tutelarla y controlarla. Este axioma coincide, sin embargo, con lo otro en él implícito: la norma está representada por la eficiencia o la productividad; quien no responde a estos requisitos tiene que encontrar su ubicación en un espacio en el que no entorpezca el «ritmo» social. En este sentido ciencia y política económica van de la mano, confirmando la primera los límites de norma más adecuados o útiles a la segunda. La ciencia sirve de esta manera para conformar una diversidad patológica que viene instrumentalizada según las exigencias del orden público o del desarrollo económico, cumpliendo su función de control social.
Por otro lado, ¿cómo se justificaría el hecho de que sólo quien no tiene poder económico termina en las redes de las instituciones públicas, donde la enfermedad en vez de ser curada es convertida la mayor parte de las veces en irreversible? El enfermo que puede manejar sus propios síntomas negativos queda, aún en la enfermedad, inserto en el proceso productivo (como sujeto-objeto de un particular ciclo económico tal como el de las casas de cura o de los médicos privados); conserva entonces casi intacto su rol social. No es por lo tanto sólo la enfermedad lo que reduce al internado en nuestros asilos a lo que es, sino la internación o el pertenecer a una clase de origen antes de esta internación.
Conservando estos presupuestos, los servicios de carácter preventivo que no llevan a la transformación del manicomio o de la lógica de la exclusión en ellos implícita, son la demostración práctica de la dilatación del campo de la enfermedad más que de su empequeñecimiento, luego del tratamiento. Ellos no responden al problema de la enfermedad mental, sino que absorben, en el campo de la enfermedad, comportamientos que antes no eran incluidos (ver por ejemplo todas las desviaciones antes aceptadas y ahora definidas como anormales, como enfermedad). La utopía-ideología, en este caso, no hace más que confirmar en un nivel distinto la codificación de diversidad, sin mutar la naturaleza o la función dentro del juego social.
En cambio, el caso de adhesión total a la realidad, sin que elementos utópicos intervengan para transformarla, corresponde a la construcción de estructuras sanitarias técnicamente más eficientes, que obviamente conservan intacta la lógica en que está inserta la enfermedad, su definición y codificación, así como la naturaleza de las medidas hasta ahora tomadas para responderle. Por demasiado «realismo» se siguen dando sólo respuestas compatibles con el escepticismo hacia la enfermedad implícito en la estructura de los asilos; o sea, se siguen dando respuestas negativas o reductivas que se limitan a confirmar la negatividad de la realidad, en la que la utopía no se afirma o no sirve para transformar la lógica en la que ella se sostiene.
Lo que debe transformarse para poder transformar prácticamente las instituciones o servicios psiquiátricos (como por otra parte todas las instituciones sociales), es la relación entre ciudadano y sociedad, en la que se inserta la relación entre salud y enfermedad. Es decir, reconocer como primer acto que la estrategia, la finalidad primera de toda acción, es el hombre, sus necesidades y su vida dentro de una colectividad que se transforma para alcanzar la satisfacción de estas necesidades y la realización de esta vida para todos. Aquí está el significado de la necesidad de una toma de conciencia política en cada acción técnica. Esto significa entender que el valor del hombre, sano o enfermo, va más allá del valor de la salud o de la enfermedad; que la enfermedad, como toda otra contradicción humana, puede ser usada como instrumento de liberación o de dominio; que lo que determina el significado y la evolución de cada acción es el valor que se reconoce al hombre y el uso que se le quiere dar, de lo que se deduce el uso que se hará de su salud y de su enfermedad; que en base al distinto valor y uso del hombre, salud y enfermedad adquieren un valor absoluto (una positiva y la otra negativa) como expresión de la inclusión del sano y de exclusión del enfermo con respecto a la norma; o un valor relativo, en cuanto acontecimientos, experiencias y contradicciones de la vida que transcurre entre salud y enfermedad. Cuando el valor es el hombre, la enfermedad no puede representar la norma, ya que la condición humana es la de estar permanentemente entre salud y enfermedad.
Si el valor primario es el hombre, el disminuido, el inválido, el ineficiente no son los elementos negativos de un engranaje que debe, a pesar de todo, proceder en un solo sentido, sino que forman parte de los sujetos necesarios para satisfacer las necesidades por las que la producción existe y se desarrolla. Pero en el mundo occidental, incluso en el caso de que se llegue a un proceso nivelador que garantice, por ejemplo, la asistencia para todos en un régimen interclasista, el valor primero nunca sería el hombre, ya que permanecería —también en esta dimensión— dominado y subordinado merced a una lógica económica totalmente extraña a él, donde no participaría sino como objeto pasivo: lógica que sobrevive, por eso mismo, por la pasividad y la destrucción del hombre, cuyo valor no cambia a través de las transformaciones que ella misma produce.
Si no cambia esta actitud (que es inevitablemente de naturaleza política) hacia el enfermo, el inválido, el disminuido, no cambia el significado destructivo implícito en sus tratamientos: la segregación como respuesta institucional y la codificación de una diversidad que puede ser instrumentada como elemento de discriminación social, incluso en la fase preventiva.
Cuando se habla de exclusión en ciertos niveles sociales, de las relaciones de producción como fundamento de toda relación entre hombre y hombre en la sociedad occidental, se entiende también cómo la enfermedad —de cualquier naturaleza que ella sea— puede volverse uno de los elementos utilizables en el interior de esta lógica, aprovechable como confirmación de una exclusión cuya naturaleza irreversible está dada por la categoría de pertenencia del paciente y por su poder económico. Esto no significa —como muchas veces se ha mal entendido— que la enfermedad mental no existe y que no se tengan en cuenta en psiquiatría, o sea en medicina, los procesos fundamentales del hombre. Sino que significa que la enfermedad, como signo de una de las contradicciones humanas, puede ella misma ser usada dentro de la lógica de la explotación y el privilegio, asumiendo así otra cara —la cara social— que la transforma poco a poco en algo diferente de lo que era primitivamente.
En este sentido, programar un servicio sanitario que parta de las premisas político-sociales tratadas arriba, y que deje inalterado el mecanismo, significa aceptar incluir en el terreno de la enfermedad también aquello que no tiene nada que ver con la enfermedad. Esto significa que, en vez de responder a las necesidades reales, el servicio proyectado contribuirá a ampliar el terreno de la enfermedad englobando los elementos de naturaleza social que se le sobreponen y con los que se termina por identificarla. En la medida en que la utopía no es posible si no es como traducción automática de ideología-realidad, las técnicas terapéuticas no responden nunca a la enfermedad, sino al doble que de ella se construye, como respuesta a las exigencias de la producción o del consumo.
Proyectar sobre estas bases la prestación de un servicio donde impera la ideología médica, totalmente privada de todo elemento utópico que prefigure una respuesta a la enfermedad, significa aceptar que se definan como enfermos (y en consecuencia que sean englobados en las diversas instituciones competentes) comportamientos que pueden ser solamente la denuncia de malestares sociales.
El deber de una programación sanitaria que quiera responder a las necesidades reales, es entonces la individualización y reconocimiento del uso que explícitamente se hace de la enfermedad de tal manera que los servicios proyectados no sirvan para dilatarla sino para reducirla.
De estas premisas es fácil deducir, a mi parecer, que es imposible proyectar un programa real para una población hipotética de 100.000 habitantes. Imposible si la respuesta se limita a desarrollarse en el terreno de la ideología, o sea de la utopía realizada sólo en beneficio de pocos, dado que no estamos en condiciones, de esta manera, de conocer las necesidades de los más a quienes debemos responder; inútil si queda encerrada en los límites de la realidad actual (que es realidad-ideología) sin trascenderla para transformarla.
Debemos aprender a entender que el médico o los grupos interdisciplinarios, no organizan en primera persona los servicios sanitarios como simple respuesta técnica a una necesidad humana. Ellos se limitan a desarrollar la delegación implícita en su rol: aquélla que proviene de su pertenencia a la clase dominante o que les permite usar el propio conocimiento técnico como instrumento de poder o de dominio sobre la clase dominada, para la cual la alternativa de explotación en el caso de enfermedad o invalidez es únicamente la exclusión o la segregación; y por lo tanto la destrucción es total.
Si esta relación de dominación está en la base de la relación entre hombre y hombre, ¿cómo suponer que la relación terapéutica entre médico y paciente está exenta del componente de clase implícito en toda relación social? ¿Y cómo hablar de profilaxis psiquiátrica si uno de los lugares más nocivos para la salud del ciudadano es la institución médica (hospitales, ambulatorios, dispensarios, centros de salud mental) donde rige, en todos los niveles, la relación de dominio y de abuso implícita en lo estructura de nuestra sociedad? Desde el momento en que las instituciones creadas y programadas por la prevención (primaria, secundaria, terciaria) son ellas mismas reproductoras de enfermedad, la prevención no sirve más que para confirmar la función de las instituciones como instrumentos de control a través de la enfermedad, que, por lo tanto, será alimentada en vez de curada. Salud y enfermedad no son términos abstractos, sino elementos constitutivos de una realidad violenta y opresiva donde el encuentro entre hombre y hombre es por sí mismo «causa» y «ocasión» de enfermedad. En este sentido, las estructuras que deberían servir para su prevención, resultan del todo inadecuadas, en la medida en que no atacan sino que confirman la naturaleza de las relaciones de subordinación y de dominio, a través de la relación técnico-asistido.
En el momento en que estas organizaciones sanitarias nacen, debemos ser conscientes del rol que ellas juegan. El técnico, al poner a disposición del asistido su saber, debe negar en sí el poder social implícito en su figura. La ruptura del binomio saber-poder, actualmente automático e indivisible en el rol médico, es un deber de la nueva institución asignada a la prevención de la enfermedad. Pero esta prevención puede ser posible sólo a través de la protección simultánea del técnico y del asistido, de tal modo que la realidad conserve su contradicción como contradicción natural (la presencia simultánea en la vida, de salud y enfermedad), sin que la enfermedad se transforme en un valor negativo absoluto, instrumentalizable en todo sentido, contrapuesto al único valor absoluto positivo, representado por la salud. Mientras sea la ideología dominante la que programe los nuevos servicios de sanidad, las nuevas estructuras y los nuevos modelos, no pueden más que continuar confirmando prácticamente los valores de la clase dominante. Y esto continuará a concretarse en la organización de las necesidades de la clase subalterna, sin que se responda jamás a tales necesidades dado que la organización responde siempre a las necesidades del técnico y no a las del asistido, incluso cuando aparentemente el médico cura y el asistido resulta curado.
A esta altura se podría formular diversamente la pregunta central del cuestionario, introduciendo realmente un elemento utópico: ¿Cómo proyectar un servicio psiquiátrico para 100.000 habitantes, servicio en el cual el técnico viva prácticamente la contradicción entre su rol de poder y su saber?
Es exactamente lo que intentamos hacer en un terreno práctico institucional. Somos perfectamente conscientes que se trata de una «apuesta» absurda, impregnada de elementos autodestructivos, pero que sin embargo tiende aún —a pesar del absurdo de esta perseveración obstinada— a la búsqueda de hacer posible la vida para el hombre.
A lo mejor, por esta absurda obstinación, he sido etiquetado por los colegas franceses de «politiquiatra» y como «inmaduro afectivo». Sin embargo mi «politiquiatría» o mi inmadurez afectiva no me impiden actuar, aunque sí con enormes dificultades, en el plano práctico. Estoy dirigiendo una institución hospitalaria que sirve a un área de 300.000 habitantes. No me retiro al mundo de las ideas o de las abstracciones, sino que trato en lo posible —entre realidad e ideología— de individualizar las necesidades de la población a la que debería asistir. La lucha y las dificultades que encuentro en esta acción son la única confirmación de la validez de lo que vengo sosteniendo: las fuerzas más retrógradas y moderadas nos impiden prácticamente actuar y no pueden comprender cómo y por qué tantos jóvenes, provenientes de diversos países europeos, vienen a trabajar a Trieste, con el intento de transformar la realidad institucional y su función dentro del sistema social. La defensa habitual es sostener que quizás en Italia las cosas están peor que en otras partes. Pero he visto manicomios suizos, franceses, alemanes e ingleses, y todos tienen la misma cara puesto que cumplen todos la misma función social.
Le agradezco el haberme dado la oportunidad de aclarar algunos puntos de lo que sostengo y que ha sido muchas veces mal entendido. Considere cuanto he precisado aquí, un poco concisamente, como mi respuesta a su formulario, teniendo en cuenta al mismo tiempo el programa para el área de Trieste donde estoy tratando de actuar, con la conciencia constante de los límites sociales y políticos que cada acción técnica inserta en un país occidental europeo o americano, implica.
[Este artículo fue publicado por primera vez en Schweizer Archivfur Neurologie, Neurochirugie und Psychiatrie (número 114, 1974) y en Italia en el libro de Franco Basaglia y Franca Ongaro Basaglia Crimini di pace. Ricerche sugli intellettuali e i tecnici come addetti all’oppressione (Einaudi, 1975), así como en la antología de obras de Basaglia L’utopia della realtà (Einaudi, 2005). En castellano, se publicó dentro de la antología La institución en la picota (Franco Basaglia y Franca Ongaro Basaglia, Editorial Enquadre, Buenos Aires, 1974, traducido por Maria Elena Petrill y Mauro Rossetti)]