Horror vacui. A propósito de la campaña #0contenciones, breves reflexiones personales; de Fernando A.

En toda crítica estratégica, lo esencial es colocarse en el punto de vista exacto de los actores; es cierto que eso es a menudo muy difícil.

Clausewitz, 1815.

¿Se puede hacer una asistencia sin contenciones mecánicas? Sí. ¿Se puede hacer una asistencia sin contenciones mecánicas en Madrid? No… O creo que no. O sería muy difícil hacerla.

Ignacio García Cabeza, psiquiatra, UHB Hospital Gregorio Marañón, 2016

Ante todo, y antes de empezar a escribir, quiero dejar claro que lo que voy a contar es mi propia experiencia, se ciñe a mi biografía y su sucesión de contextos y no pretendo llevar a cabo generalizaciones a la ligera. Cuando quiera ser tajante con algo, se notará en mi escritura.

Una vez arrancada la campaña #0contenciones se han sucedido numerosas reacciones. La mayoría han sido positivas, la gente ha compartido sus experiencias en primera persona, muchos profesionales se han manifestado a favor de abolir el uso de correas, se han recabado apoyos de distintos movimientos sociales, ha habido una demanda colectiva de información sobre el tema, etc. Por supuesto, también se ha dado alguna dosis (pequeña y aislada) de cuñadismo y un cierto escepticismo por parte de algunos profesionales y familiares… «Y si no hay contenciones mecánicas, ¿qué es lo que habrá?, ¿cómo se gestionarán todas esas situaciones extremas que se supone que están en la base de la práctica de atar a la gente a la cama en las unidades de psiquiatría?». Horror vacui.

Voy a tratar de plantear mi posicionamiento al respecto y llevar a cabo un cierto ejercicio de introspección que espero que al menos propicie la reflexión y (ojalá) el diálogo.

Lo primero que hay que dejar claro es que el uso de correas supone una vulneración de derechos esenciales. No lo digo yo, lo hace la ONU. Es decir, que cuando en mitad de una crisis (o no, porque conocemos plantas de psiquiatría donde también se ata como medida preventiva o como castigo), la solución de quienes deben acompañarte en la recuperación pasa por atarte con correas se produce una vulneración de los derechos humanos. En jerga legal, estamos frente a «un trato inhumano y degradante».  El que lleve mucho tiempo haciéndose así (pues amarrar a los locos viene de muy lejos en la Historia) no lo justifica, solo pone en evidencia la existencia de una correlación de fuerzas desfavorable donde las personas que son sistemáticamente atadas por su condición de pacientes psiquiátricos no han podido superar las condiciones objetivas en las que están inmersas. Sin embargo, la vida humana alberga la posibilidad del cambio, y eso es lo que la hace especialmente valiosa. Las fuerzas mutan. Y al hacerlo, los derechos humanos pueden servir como palanca que permite desviar el orden de cosas establecido. Estos  derechos son algo que la comunidad internacional se dio así misma tras la tragedia que supuso la primera mitad del siglo XX (dos Guerras Mundiales, dictaduras, campos de concentración, esterilización forzosa, cámaras de gas, etc.), y nos permiten disponer de «parámetros de acción para los Estados y los individuos: los preceptos internacionales acerca de los derechos humanos imponen unas líneas de conducta, exigen a los gobiernos que obren de cierta forma y al mismo tiempo legitiman a los individuos para que eleven bien alto su voz si aquellos derechos y libertades no son respetados» (Los derechos humanos en el mundo contemporáneo, Antonio Cassese, Ariel, 1993). Así que nadie puede llevarse las manos a la cabeza por nuestra lucha: es legítima, es justa y la vamos a ganar. De lo que se trata es de que la victoria se produzca tan pronto como sea posible.

Lo segundo que me gustaría señalar es que cuando se exige a las activistas que están llevando a cabo la lucha por la abolición de las contenciones mecánicas una alternativa a las mismas se produce un fraude argumentativo. No hay alternativa a una violación de los derechos humanos… la alternativa a la prohibición que impedía a las mujeres votar era su derogación, la alternativa a la segregación racial fue el cese de la misma, la alternativa a la falta de un techo bajo el que vivir es el derecho universal a la vivienda, etc. No parece muy complicado de intuir si nos salimos de los parámetros de la salud mental. La alternativa a las contenciones mecánicas es su desaparición.

Nuestra responsabilidad como activistas no es la de gestionar servicios de salud o establecer los planes de estudio de determinadas disciplinas, ya hay gente con nombres y apellidos que se dedica a ello y cobra un salario a cambio. El hecho de que no se les ocurra otra medida que el atar a alguien cuando no se le sabe acompañar en su sufrimiento supone un déficit conceptual y humano del que ni podemos ni queremos hacernos cargo. No hay caminos intermedios, no hay usos racionales de un recurso irracional. Es tan solo a partir de este punto cuando podemos intentar ponernos de acuerdo desde distintos lugares, nosotros ya lo hemos hecho, por eso trabajamos codo con codo profesionales que no quieren atar a nadie y personas diagnosticadas que buscan un escenario donde las correas dejen de existir. Pero exigir desde el fracaso (porque inmovilizar a alguien en un lugar donde se debería trabajar por su cura es siempre el exponente de un colapso) con tono airado que el otro tenga talante propositivo denota cierto infantilismo. Se agota la segunda década del siglo XXI y atar a la gente va a dejar de ser una opción, cada cual debe tomar posiciones y asumir responsabilidades.

Ahora bien, si de lo que se trata es de hablar sin reduccionismos, de escucharnos sin prejuicios, hagámoslo.

Por un lado, estaría el componente estructural… es decir, el conjunto de experiencias donde o bien se han eliminado las contenciones mecánicas (Ticino en Suiza, Trieste y Módena en Italia, Islandia, etc.), o se ha trabajado de manera específica para reducirlas (como en Finlandia o Inglaterra).  Hay numerosos referentes donde ir a buscar inspiración y datos a no ser que se presuponga que el loco patrio tiene unas características singulares que le distingan del loco inglés, finés o italiano. Hay bastante documentación al respecto y este texto no tiene por objetivo el ofrecer un repositorio de todos esos lugares donde las cosas se hacen de otra manera. Baste decir que para hacerlo hay quererlo de manera manifiesta, y que un buen lugar por el que comenzar (uno de tantos) sería disponer de números concretos que relacionen los distintos dispositivos con la cantidad de contenciones realizadas y su duración. Esa información no solo permitiría conocer el terreno específico en el que nos movemos respecto del uso de contenciones, sino que ofrecería unas ciertas coordenadas, es decir, lugares donde se ata menos y lugares donde se ata más. A partir de ahí, como en cualquier forma de organizar un servicio, se trataría de ver qué aspectos propician una práctica lesiva y cuáles no. Y por supuesto, obrar en consecuencia.

Por otro lado, está el componente humano, que es por el que he decidido ponerme a escribir. Si aceptamos que es posible y necesario no atar, dado que en otros lugares no se ata y además supone una vulneración de los derechos esenciales de las personas, estamos en condiciones de escucharnos. Personalmente, me encantaría saber qué es lo que experimentan los profesionales que se han visto obligados a usar correas sin ser partidarios de ellas (he hablado con pocos), tanto a un nivel psicológico como laboral. Y quiero pensar que poco a poco a más profesionales les interesará saber no solo qué han vivido quienes han sido atadas contra su voluntad, sino también qué percepción hay de la posibilidad de ser atado y cómo se han transitado situaciones extremas al margen de sujeciones mecánicas. Es aquí donde quiero aportar con retazos de mi propia biografía, y como decía al principio, quiero hacerlo sin buscar ofrecer ningún tipo de receta mágica contra el sufrimiento psíquico en sus momentos más extremos o pretender dar lecciones a nadie. Como en tantas otras ocasiones, hay que tener en cuenta que las trayectorias vitales y los contextos son dispares, y que lo importante es compartir con la intención de construir saberes colectivos. Por tanto, abstengámonos de comparaciones y que cada cual se quede con lo que le sirva…

Creo que en mi vida he pasado por numerosas situaciones que en un contexto hospitalario hubieran desencadenado una contención. Tengo suficientes conocimientos y vivencias acumuladas para poder afirmarlo sin temor a equivocarme. Físicamente soy un varón bastante grande (blanco eso sí, porque por lo general el ser parte de la población migrante también parece darte puntos para acabar atado) y cuando me he visto desbordado he temblado, gritado y en ocasiones me he autolesionado. Todo esto se veía sobredimensionado en los primeros años en los que comencé a experimentar niveles elevados de sufrimiento psíquico. Mi cuerpo se ha sacudido durante horas como si estuviera atravesado por una corriente eléctrica, he apretado los dientes hasta mellarlos, me he golpeado en el rostro, en el estómago, en los testículos, he realizado cortes sobre mi piel para calmar la ansiedad, me he mordido y pellizcado, he roto puertas a cabezazos (de conglomerado, pero también de cristal en una ocasión), me he destrozado los nudillos contra paredes, me ha sangrado la boca y la nariz… me ha dolido cada parte de mi ser.

En un periodo de veinte años, solo han sido dos los momentos en los que he puesto en peligro a alguien. En uno de ellas arrojé un vaso que pasó cerca de la cabeza de una amiga, no lo lancé contra ella, pero podría haberle dado en mitad de una enorme ida de olla… no volvió a hablarme nunca y es algo que respeto y entiendo, solo le puedo pedir disculpas en la distancia y en el tiempo. En otra lancé piezas de una bicicleta que estaba tratando de arreglar entre alaridos, mi madre había acudido alarmada y una llave inglesa le dio en la rodilla. Solo me enteré al día siguiente, cuando la vi cojear. Creo que es justo que cuente estos dos casos, porque quizás ayuden a comprender mejor las cosas. No es absurdo que la gente se asuste y tampoco vamos ahora a simplificar más de la cuenta. Lo que sí es preocupante es construir un discurso sin fisuras sobre la peligrosidad del otro sin plantearse qué es lo que le pasa al otro y qué es lo que puede necesitar.

Mi primer paso por una unidad de psiquiatría me dejó muy claro que aquel no era un lugar donde recibir cuidados, donde acudir cuando la cosa se me fuera de las manos. Creo que esta es una sensación bastante generalizada entre los pacientes psiquiátricos. Básicamente experimenté miedo, culpa y vergüenza. Nadie me explicó nada. El personal se dirigió a mí de manera breve y paternalista para sedarme hasta el punto de que los párpados se me cayeran y acabara meándome encima. Mi cama se encontraba en una enorme habitación con sendas hileras de pacientes. Una buena parte de ellos aullaban en mitad de la noche o emitían quejidos graves y acompasados. En ocasiones sentías la presencia de alguna enfermera o algún auxiliar, pero hasta el amanecer no vino ningún trabajador a decirle nada a nadie. Había una chica atada que no dejó de agitarse y gritar en toda la noche salvo para pedir ayuda entre susurros. Cuando de madrugada recuperé alguna fuerza y decidí ir al baño a limpiarme pasé a su lado. Me suplicó que la desatara. No solo no lo hice, no le respondí. Pasé de largo, me agaché con la intención de desaparecer. Me insultó. Recuerdo con claridad que me dijo que era un mierda. Y esa palabra no se me salió de la cabeza, de hecho, sigue allí clavada. Me acobardé siendo perfectamente consciente, en mitad del entumecimiento químico, de que nadie merece pasar una noche de esa manera (una noche por decir algo, porque así estaba cuando llegué y así seguía cuando me fui al día siguiente). Nadie debería ser reducido físicamente y atado con correas. Y aunque presenciarlo no se acerca ni de lejos a experimentarlo, dejó una marca que dura hasta hoy. Entendí que aquel espacio hospitalario era por definición hostil, donde uno podía perder muchas cosas (para empezar, la libertad), un terreno enemigo en el que había que moverse con suma cautela, del que salir rápido y pisar solo cuando fuera imprescindible. Mis encuentros con otras muchas personas psiquiatrizadas ratificaron esta tesis.

A partir de ese momento siempre evité el ingreso tanto como pude. Planeando soluciones alternativas con la gente más cercana o recurriendo a los servicios de urgencias con una serie de ideas muy claras de qué decir y qué no decir. Siempre he tratado de asumir la crudeza de la situación: acudir a los servicios de urgencia de psiquiatría es ir a casa de tu camello sin avisar. Vas porque no puedes más y lo que tienes no es suficiente. Hay que saber qué piezas mover sin que todo salte por los aires (ingreso involuntario, contención mecánica, etc.). Con la ayuda de algunos profesionales de la salud mental y de personas que habían pasado en muchas ocasiones por psiquiatría todo fue bastante más sencillo. A la hora de entrar hay unas cuantas recomendaciones que mal no van a hacer: no mencionar la palabra suicidio, no mencionar las voces de la cabeza, ir aseado (antes era recomendable afeitarse siempre que fuera posible, ahora la barba está de moda), no vestir con camisetas políticas y optar por polos y camisas, quitarse los pendientes, dejar a la familia de lado si se cree que puede disparar el nivel de estrés, ir ya un poco drogado de más para no liarla, tratar de que alguien con buenas capacidades comunicativas te acompañe (si tienes la suerte de que esa persona es médico, sea cual sea la especialidad, tienes casi el equivalente a un salvoconducto en mitad de una guerra), etc.

Desde entonces he sorteado bastante bien las plantas de psiquiatría y solo una vez casi no salgo de una.  Fue en Valld’Hebron (Barcelona), acudí tras un fracaso en la discontinuación del neuroléptico que tomaba, no me quedaban más y necesitaba una receta. No sé cómo estarán las cosas ahora, pero hace muchos años se entraba en psiquiatría de la mano de un guarda de seguridad, pasando por distintas puertas que se iban cerrando con llave a tus espaldas (de una manera muy parecida a la cárcel, por cierto). Las persianas prácticamente bajadas pese a ser de día y los pomos de las ventanas inutilizados puntos de soldadura. Me metieron en un box sin ventanas. Poco tiempo después escuché una conversación acalorada, al levantarme de la camilla y echar una ojeada al pasillo vi a la persona que me había acompañado exigiendo al guarda de seguridad que le permitiera salir a fumar. Él la desafiaba verbal y corporalmente, no podía permitir que saliera si es que era paciente y no tenía manera de asegurar que no lo fuera, la situación se enrocaba, ningún otro trabajador parecía dispuesto a intervenir. Estuvimos muy cerca de que el asunto se complicara realmente, conseguimos salir de allí a duras penas y recuerdo perfectamente que estuvimos mucho rato sin hablar caminando por Horta. ¿De veras nadie ha reflexionado sobre la presencia de guardias jurados con porra en los dispositivos de salud mental? Ya no sobre su nula formación en nada que tenga que ver con el sufrimiento psíquico, sino en su sola presencia. La OMS es bastante explícita a la hora de establecer orientaciones en este sentido: nada de personal sin formación y nada de uniformes. Por aquello de crear un clima de seguridad y confianza. Pero en este país donde vivimos es lo más normal del mundo ver guardias de seguridad por todas partes, incluso, aunque les está vetado, participando en algunas contenciones.

Mientras escribo y revivo acontecimientos que me revuelven la tripa, entiendo que sé perfectamente lo que habría pasado si me hubieran intentado atar en mi primer ingreso: habría respondido. En mitad de toda esa confusión química y vital, si me hubieran intentado agarrar, lo habría identificado como una agresión y habría tratado de defenderme. Sé cómo era con esa edad, soy consciente del ímpetu juvenil. Habría buscado la manera de cerrar el puño y tirar a dar a los mentones y las sienes que cruzaran mi campo visual. Si no hubiera tenido margen de acción para poder rotar el hombro, habría tensado los dedos y los habría lanzado contra cualquier punto vulnerable. Y si años después la cosa se hubiera complicado con aquel guardia de seguridad en Barcelona, habría hecho todo lo que estuviera en mi mano para salvaguardar nuestra integridad física, sin entrar a valorar demasiado el coste de mis acciones. Sé que para muchos profesionales leer esto será terrible, pero solo quiero hacer entender que cuando te acorralan y te quedas sin opciones, reaccionas como cualquier otro animal asustado para quien la vida está en juego. Como posiblemente habrían hecho ellos en situaciones análogas. Sin duda, la locura no es el único factor que opera en este tipo situaciones. Hay muchas más variables, y la mayoría podrían analizarse y gestionarse de una manera completamente distinta a la que conocemos.

¿Por qué cuento todo esto? Porque me gustaría que se pensara con calma qué contextos asistenciales tenemos en salud mental. Qué es lo que proyectan más allá de las consideraciones técnicas que puedan o no tener quienes se encargan de ellos. Solo así pueden entenderse algunas reacciones que se producen en dichos contextos por parte de las personas que acuden o son llevadas a ellos. Y aquí entra la otra parte de mi artículo, ¿qué sucede cuando el entorno es otro, cuando el miedo no es el sentimiento que domina la situación?

He sido una persona con suerte. Ha habido gente que se ha quedado a mi lado y pactado sus formas de estar. Hasta donde han querido y podido. Eso me ha permitido atravesar determinados momentos de mi vida por otros caminos que no son los institucionales. He establecido acuerdos más o menos formales donde he explicitado lo que necesitaba llegado cierto momento. Y ha habido quienes me lo han proporcionado en la medida de lo posible. Esta relación nunca ha supuesto lo que se denomina un «cheque en blanco» por mi parte, todo lo contrario, me ha obligado a contemplar plazos (la gente tiene su vida y no puede siempre estar de manera incondicional), asumir responsabilidades y reconocer la existencia de límites (los de los otros, básicamente). Con la perspectiva que me ofrece el paso de los años, ahora veo que ese juego de contrapesos ha sido esencial en mi (nunca acabado) proceso de recuperación.

Por supuesto, se han dado situaciones complicadas, pero lo que quiero compartir es que si uno se sabe en un espacio relativamente seguro, la posible agresividad se atempera. En mitad de ese desbordamiento y esa desorientación que ya he mencionado, encuentras ciertos puntos de anclaje, que los constituyen determinadas personas y determinadas pautas de acción que son predecibles en la medida en que han sido diseñadas de antemano. Todo ello hace que el nerviosismo no alcance las mismas cotas que en un espacio de reclusión donde nadie ha explicado nada (por supuesto nada acerca de las sustancias suministradas), donde hay personal uniformado y armado, donde el tránsito no es libre, donde las jerarquías están claramente delimitadas, donde, en definitiva, el conocimiento que puedas tener de lo que te pasa es negado por otro saber, que te es ajeno y no te reconoce como interlocutor. Un saber que falla una y otra vez, pero que está legitimado socialmente.

Yo aprendí poco a poco, hablando con otras compañeras que estaban o habían estado en situaciones parecidas a la mía. Esto, que no deja de ser algo cuya validez y utilidad es bastante intuitiva, se deja de lado por las políticas institucionales, pero funciona en los extrarradios del sistema. Hay una multitud de ejemplos prácticos que ilustran este aprendizaje en común. Mencionaré solo algunos.

– Para que mi mandíbula no sufriera más de la cuenta, mis dientes no se resintieran y no me mordiera la boca por dentro, la solución fue tan sencilla como adquirir protectores bucales de boxeo y tener siempre uno a mano (hay que retirar la pieza desmontable para facilitar el poder tomar y expulsar aire por la boca).

– También es importante saber qué drogas (psicofármacos) te vienen bien y cuál es la horquilla de dosis con las que se puede manejar una crisis. No es lo mismo que tus amigas y compañeros te den los miligramos pactados del neuroléptico o la benzodiacepina que sea, a que te pinchen sin que nadie te explique nada (nada más allá de «Estás muy enfermo y te vamos a dar tu medicina»). ¿No se entiende lo fácil que es emparanoiarse en psiquiatría? Te dan todos los elementos, es como si te sentaran en una mesa con ellos desperdigados y dijeran: «Venga, anímate, enloquece más todavía, tú puedes». Todos hemos tomado algunos fármacos que nos han sentado fatal, que han disparado nuestros síntomas o nos han provocado unos efectos secundarios más desoladores de lo normal. Saber lo que tomas da tranquilidad.

– Cuando respiras de manera acelerada y tus músculos se tensan, lo normal es que la posición horizontal no sea la más adecuada. Para mí fue genial descubrir que si te incorporan con cuidado y al menos tienes una parte de la espalda apoyada contra la pared o una pila de cojines o el pecho de un amigo, el aire entra mucho mejor. Se pueden colocar más cojines u otros elementos por delante con el objetivo de permitir apoyar la cabeza de forma ladeada y descansar las cervicales. Es una posición cómoda donde ir respirando hasta que la cosa se calme. Que quienes te acompañen sepan sobre ello es básico (tampoco es una ciencia arcana, es colocar el cuerpo en posiciones de descanso que eviten la tensión y permitan que entre el oxígeno mientras se ayuda a acompasar la respiración).

– Se pueden establecer pactos para tocar partes del cuerpo o no hacerlo, para eliminar elementos que desaten fobias en determinados momentos (una compañera no podía ver agua cuando se encontraba mal, por ejemplo), poner o no música, evitar la presencia de determinadas personas (como puede ser la pareja o ciertos familiares), etc. Todo destinado a que el mal trago se pase de la mejor manera posible.

– Saber lo que puede llegar a pasar permite no asustarse más de la cuenta y transmitir ese miedo a la otra persona. Hay dos cosas, entre otras, que pueden impresionar mucho y que son gestionables: por un lado el agarrotamiento o el descontrol de algunos músculos cuando la tensión se prologa durante un periodo considerable; por otro, el hecho de que es posible que la persona a la que se está cuidando vomite o se orine / defeque encima. Lo primero se pasa con el tiempo y la entrada regular de oxígeno (en ocasiones es recomendable tener un fisioterapeuta de confianza para las horas siguientes), lo segundo se limpia con agua y jabón: es solo vómito, pis y mierda, todos sabemos lidiar con ello.

– Si hay autolesión o movimientos corporales que pongan en riesgo la integridad física, se puede preparar y desplegar un plan de cuidado que permita reducir riesgos y acompañar a la persona hasta que se calme. Para ello se pueden emplear mantas y cojines para evitar que las paredes estén desnudas. Es fundamental prestar especial atención a la cabeza, que es la que suele llevarse la mayor parte de los golpes. Se puede también ofrecer algún elemento que permita descargar la tensión sobre él. En ocasiones es necesaria la presencia de varias personas y que haya relevos hasta que la situación pase. Y en mi experiencia, siempre ha pasado, tanto cuando he estado de un lado como cuando lo he estado del otro. Hay que vigilar las posiciones, porque es normal que las extremidades se queden mal colocadas (una muñeca doblada, por ejemplo) y se puedan producir pequeñas lesiones.

Mantener la calma es crucial. No hay que perder de vista que cuando se producen destrozos durante una crisis, lo que se rompen son objetos. Vivimos un momento histórico en el que en muchas ocasiones se valora más al mobiliario que a las personas. Solo son cosas. Tienen arreglo si se estropean. Si nuestra gente se rompe por dentro el asunto se vuelve mucho más complicado. Si en una planta de agudos volteas una silla es muy probable que acabes atado y babeando, pero es solo una silla. Lo interesante es saber qué te ha llevado a volcarla, qué sientes y qué necesitas.

Acompañar a personas que atraviesan momentos de sufrimiento psíquico más extremo implica poner el cuerpo. A veces te llevas algún viaje (tantos menos cuanto más se conozca y planifique la situación). Para escribir este texto le he preguntado a una persona que estuvo presente en muchos de mis «episodios». Dice que no recuerda nada concreto, que seguro que alguna vez se llevó algún empujón, algún golpe al tratar de protegerme… pero que eso es irrelevante. Me sonrió al decirlo, se refirió a ello como «gajes del oficio». Ese oficio por el que nadie nos paga y que consiste en sobrevivir. Tener una lágrima de emoción cruzándome la mejilla mientras lo escribo me recuerda que estoy vivo.

Habrá quien una vez dicho todo esto afirme sin rubor: «¡Pero esto es una forma de contener!, ¡Habláis de lo mismo!». Entonces, que vuelva a leer desde el principio a ver si a la segunda vez se entera mejor…

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