Una cierta verdad, de Abel García Roure

https://www.youtube.com/watch?v=iMR7URtTmvM

Una cierta verdad es un documental del 2008 que se centra en cinco pacientes psiquiátricos del hospital Parc Taulí (Sabadell) durante un periodo cercano a dos años.

Habíamos pensado ofrecer a nuestros lectores una reseña más o menos profunda y estructurada, pero no es posible. Sus dos horas y cuarto de duración te dejan seco. De manera que lo que sigue a continuación es todo lo que podemos redactar sobre un teclado antes de que se esfumen los efectos secundarios del visionado, son tan solo los jirones que han quedado entre nuestros dedos: reflexiones, pensamientos y sensaciones que se han clavado en el pecho.

No dejéis de ver la película. Su director y guionista firma uno de los mejores trabajos documentales de la historia cinematográfica de este estado de la conciencia que llamamos España. Deja hablar a quien tiene que dejar hablar, gestiona el fluir de las imágenes para acompañar al espectador hasta determinadas escenas que sencillamente le atraviesan de parte a parte. Demuestra más sensibilidad que todos los burócratas que diseñan las propias estrategias de sensibilización en salud mental en este país.

Empecemos…

– La gente sufre. El dolor psíquico es una realidad incontestable.

– Los hospitales son espacios diseñados para el desencanto. Que propician la agresión y alimentan la vulnerabilidad. Los hospitales son espacios fríos, siniestros y jodidamente feos. A veces incluso ruinosos. Es difícil concebir el cuidado en un espacio de esta naturaleza.

– La psiquiatría no sabe nada de la locura.

– La psiquiatría se mueve en el terreno de los lugares comunes. Chapotea en su jerga y sus diagnósticos, en su verdad acotada. Pero la vida y sus dolores se encuentran en otra parte. Esa brecha es la espina dorsal que atraviesa la narración presentada en el documental.

– Los psiquiatras son esencialmente trileros. La mayoría de ellos, charlatanes embaucadores que carecen de cualquier conocimiento válido para afrontar el sufrimiento de la gente que acaba en sus manos. La psiquiatra de mediana edad y acento argentino que sale es una parodia de la propia profesión y su soberbia, mientras que el psiquiatra joven y voluntarioso que acude al domicilio de uno de los pacientes es el prototipo de doctor esforzado y voluntarioso, probablemente bienintencionado y seguro de su utilidad social… y que sin embargo, es tan solo un sujeto ignorante que vive en el delirio de su propia disciplina. Solo así podemos entender que llegue a afirmar cosas como que «La medicación sirve para unir células nerviosas […] Conecta las neuronas», hablando del Risperdal (un conocido antipsicótico cuya patente caducó y Janssen ha sustituido por nuevos y más caros psicofármacos que son prácticamente iguales) que debería, a su juicio, tomar el paciente.

Evidentemente, no hay ninguna evidencia que respalde esta afirmación, al igual que no la hay para validar las distintas teorías sobre la composición y cohesión de la materia que ofrece su estigmatizado interlocutor. Sin embargo, el psiquiatra es una figura dotada de reconocimiento social y el paciente psiquiátrico un individuo confinado a los márgenes de la misma sociedad. Es una lástima pensar en los miles de espectadores que habrán pensado que este muchacho sabía de lo que hablaba, que esas pastillas de verdad son una suerte de argamasa neuronal milagrosa.

– Todo diagnóstico psiquiátrico tiene una historia detrás, una biografía dañada a la que apenas se atiende. El tratamiento está centrado en la supresión química del síntoma. En su anulación sin comprensión de ningún tipo.

– Los dispositivos de salud mental son actualmente fábricas de yonkis.

– Una de las mejores escenas de toda la película es el momento en el que mercancía es descargada y entregada: drogas suministradas en palés. Una imagen que sintetiza el tipo de asistencia que se proporciona en salud mental.

– No es la «enfermedad» la que provoca la degeneración cognitiva. Son las pastillas e inyecciones mantenidas en el tiempo.

– Por más que se trate de disimular, un espacio de reclusión siempre será un espacio de reclusión. El carácter esencial de las instalaciones grabadas en el documental es de tipo disciplinario, y no asistencial (de cuidados genuinos, ni hablamos).

– La reducción que se reproduce hacia el final de la cinta pone sobre la mesa la esencia misma de la llamada «contención mecánica». Esta está predeterminada, ha sido concebida con anterioridad, tal y como se refleja en la escena que la precede. Luego, sin más (es decir, sin contar con la propia persona que será agredida), es perpetrada. Los roles han sido asignados por el cabecilla, cada uno tiene su extremidad. Finalmente se suma una persona más, de refuerzo. Cinco contra uno en una habitación cerrada. Incluso un niño puede predecir el resultado (un perro, si pudiera hablar, lo haría también). Es un acto cobarde, traumático y que finaliza con la práctica de una tortura (tal y como recogen las propias Naciones Unidas). Lo más duro es pensar que quienes llevan a cabo la contención parecen no tener problema ético alguno, la naturalidad con la que se ha consumado un tipo de deshumanización.

– Espera a no estar especialmente jodido o jodida para ver este documental. Preferentemente hazlo en compañía y no antes de dormir. No es difícil que se te parta el corazón en varias ocasiones durante las más de dos horas que dura.


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