Rupturas y continuidades entre gestión moderna y lógica tayloriana; de Danièle Linhart

Desde lejanas montañas, un colaborador de Primera Vocal nos hace llegar este interesante texto sobre el trabajo. Si con frecuencia las condiciones objetivas en las que vivimos son olvidadas a la hora de evaluar nuestra salud psíquica, dentro de estas al trabajo no se le suele dar la importancia crucial que tiene. Tras un periodo de crisis económica como el que se está viviendo, ha acabado por ser normal el tener que agradecer la oportunidad de vender nuestra fuerza de trabajo (una contradicción vital que pasa factura de una manera u otra, ¿no es una locura ya el vernos obligadas a celebrar el conjunto de trabajos de mierda que nos atraviesan?). Se obvian no solo las condiciones en las que lo hacemos, sino la propia naturaleza de la relación asalariada. El sufrimiento psíquico guarda por lo general una relación íntima con el trabajo: con su ausencia, pero también con su opresión… con la desposesión y el extrañamiento experimentados mientras la vida se nos escurre de las manos, con los cambios orquestados por las empresas para deshacer cualquier comunidad articulada en torno él (no solo se nos explota, también se nos dispersa) y mantenernos eternamente en la cuerda floja (más cursos, más requisitos, más actualización, más competencia). Por eso, pensar su naturaleza es esencial para pensar nuestro sufrimiento y estar en mejores condiciones para combatirlo.

La modernización gerencial se pretende en ruptura radical con la lógica tayloriana. Pretende dar lugar a la autonomía, la libertad de iniciativa y la responsabilidad de los asalariados y promover formas de trabajo en correspondencia con la evolución de la sociedad. Esta es cada vez más individualizada y las políticas que se practican en las empresas muestran la importancia acordada en lo sucesivo a las cualidades personales de cada asalariado: su adaptabilidad, su creatividad, su afición al riesgo…

Pero, si se mira más de cerca, algunos fundamentos del taylorismo permanecen omnipresentes, aunque enmascarados tras las formas hipermodernas de personalización y psicologización de la práctica del trabajo. A pesar de la “humanización” reivindicada, la subordinación impone siempre su ley según las buenas viejas recetas taylorianas. Para conseguir gestionar esas contradicciones, las direcciones se dedican a renovar de manera permanente los medios para lograr el consentimiento de sus asalariados.

Taylorismo: clarividencia y mala fe

Hacer la subordinación posible y efectiva, tal había sido, en su tiempo, el objetivo del consultor Taylor (1911), que inventó la organización racional del trabajo. Quería proporcionar a los empleadores la posibilidad de hacer trabajar a los obreros que pagaban según los métodos más productivos, los más beneficiosos posibles. Hasta entonces, los obreros de oficio contratados directamente por su patrón reclutaban ellos mismos a sus compañeros y organizaban su trabajo. Taylor había constatado entonces que tal lógica conducía necesariamente a la “holgazanería sistemática”, lo que es necesario considerar como un ritmo de trabajo destinado a preservarse, economizarse sobre el plano de la salud, pero también a no hacer demasiado, teniendo en cuenta los salarios pagados.

La voluntad de promover una organización del trabajo susceptible de funcionar independientemente de los estados de espíritu, de la buena o mala voluntad de los obreros, sino según los únicos criterios de eficacia y de rentabilidad deseados por el empleador, fue pues el verdadero motor del taylorismo.

La base fundamental del método que inició Taylor (1909) es la de que todo saber es poder, por lo que es preciso transferir el saber de los talleres (en los que los obreros lo poseen, lo ponen en práctica y lo perfeccionan) hacia las oficinas, donde los ingenieros formados en las mejores escuelas lo utilizarán para definir una organización del trabajo que haga volar en pedazos los oficios y los transformen en una serie de tareas elementales, acompañadas de normas. El principio de base de esta organización tayloriana corresponde pues a un despojo de los obreros de sus saberes, conocimientos, experiencias, para someterles a formas operativas y plazos establecidos, decididos desde fuera y según los únicos objetivos de rentabilidad. Los obreros serán en lo sucesivo ejecutantes sometidos estrictamente a los métodos de trabajo determinados por las oficinas de métodos y tiempos. La subordinación queda así institucionalizada. Queda asegurada la dominación del empleador que paga, que se inscribe en lo sucesivo en la misma definición de las tareas y se incorpora en la organización del trabajo.

La organización del trabajo, así “racionalizada” y validada por la “ciencia” (puesta en práctica por los ingenieros), puede (pese a ser el resultado de una ofensiva violenta contra los obreros) ser presentada como el resultado de un proceso progresista, tanto a nivel técnico como social y político. Este es el logro que consiguió Taylor (continuado por los que harán la promoción de la organización científica del trabajo). Consigue imponer la idea de este nuevo modelo que opera una democratización del trabajo obrero, poniéndolo al alcance de todos (puesto que ya no es necesario tener un oficio o saberes particulares), sirve a los intereses superiores de la nación americana (permitiendo ganancias de productividad espectaculares que refuerzan el mercado económico) y los de obreros, cuyos salarios aumentarán en proporción a las ganancias de productividad. En resumen, el que inventó y difundió un modelo de organización que desposee a los obreros del recurso que constituye sus saberes, su oficio y su experiencia, que les hace completamente dependientes, consiguió presentar este modelo como fair, es decir justo, equitativo y honesto, en definitiva: beneficioso para todos.

En esta perspectiva se sitúa igualmente Henry Ford, que concretará de forma todavía más espectacular la subordinación de los obreros al introducir cadenas de montaje que refuerzan la parcelización tayloriana de las tareas de la dominación suplementaria, asegurando un ritmo mecánico impulsado. Él también comprendió la importancia de la ideología y, por ello, de la comunicación. Compró un periódico, The Dearborn Independent, para dedicarle a la difusión de sus ideas sobre la organización de la empresa y del trabajo que puso en marcha. Con un éxito real, hasta el punto que estuvo muy cerca de obtener el premio Nobel de la Paz antes de la Segunda Guerra Mundial.

Estos aspectos contribuyen a explicar el éxito histórico y planetario que conoció este modo de organización del trabajo. Desposeyendo a los obreros de sus oficios y de todos los medios que les permiten influir sobre su trabajo, permitió espectaculares ganancias de productividad; consiguió, además, enmascarar esa violencia por una ideología que lo presentaba como justa y beneficiosa para todos.

De hecho, encontró una solución al principal problema de la patronal, es decir la obsesión por controlar la mano de obra que recluta y emplea para obtener el máximo de rentabilidad. Es fundamentalmente la desconfianza respecto a los obreros, el miedo a no conseguir imponer sobre ellos la autoridad, lo que empuja a los empleadores a modelar las organizaciones del trabajo en un sentido que no deja apenas márgenes de maniobra a esos obreros.

Este modelo fue puesto en cuestión socialmente a finales de los años 60 en varios países del mundo occidental, especialmente en Francia, donde hubo, en mayo de 1968, tres semanas de huelga general con ocupación de empresas (Vigna, 2007). Fue igualmente fragilizado por la mundialización y la globalización, la exacerbación de la competencia, la difusión de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación y el auge del sector terciario, que arrastran situaciones de trabajo más difícilmente programables. De ahí la necesidad de inventar otro modelo técnicamente más en conexión con la evolución y más legítimo en términos sociales.

Si la planificación estricta de las acciones y métodos de trabajo es puesta en cuestión, si los métodos taylorianos y fordistas de dominación que han hecho sus pruebas ya no pueden ser un modelo, ¿cómo garantizar la efectividad y la aceptación de la subordinación?

La emergencia de un nuevo modelo: entre innovaciones y renovaciones

Fue necesario en primer lugar preservar la relación de fuerzas: las direcciones de las empresas fueron rápidamente convencidas de la peligrosidad de una situación en la que, en razón de la gestión colectiva de los asalariados, estos intentaron masivamente hacer valer sus intereses y valores.

* Puesta en práctica de una individualización sistemática de la gestión de los asalariados y de la organización de su trabajo

La individualización está en el corazón del nuevo modelo de gestión. Puesto en práctica a partir de mitad de los años 70, representa una respuesta a las reivindicaciones de los asalariados que, en el curso de la más larga huelga del siglo XX, reclamaron más dignidad, autonomía, libertad y reconocimiento en el trabajo. Tenía esta ventaja, desde el punto de vista de la patronal que la introdujo, de invertir una relación de fuerzas que se había convertido en demasiado desfavorable. Esta individualización que pasa por horarios variables, la individualización de las primas y después de los salarios, y culmina con la personalización de los objetivos y de las evaluaciones, de las formaciones y de las carreras, ha contribuido ampliamente, al introducir una competencia sistemática entre los asalariados, a desestabilizar e incluso eliminar los colectivos vinculadores directamente al trabajo (Linhart, 2009).

Pero estos (colectivos informales, clandestinos, no inscritos en los organigramas y constituidos por asalariados confrontados espalda con espalda a lo largo del tiempo a las mismas condiciones de trabajo, de remuneración y de “carrera”) desempeñan un papel no despreciable en la regulación de las penosidades en el trabajo. Juegan un papel importante en la gestión de las dificultades, de la complejidad y también del estrés ligados con el trabajo. El elemento más decisivo de esta gestión reside en la capacidad de estos colectivos para conquistar autonomía, de producir sentido, poniendo en sinergia la capacidad de cada uno, sus competencias, sus cualidades, alrededor de los valores compartidos en ligazón con el sentimiento de un destino común en la empresa. Mutualizando los conocimientos, las prácticas propias a su actividad, estos colectivos funcionan como un apoyo profesional (practican habitualmente la ayuda mutua), pero también afectivo y psíquico, ya que permiten minimizar la inquietud frente a lo desconocido. Contribuyen a una cierta serenidad en el trabajo, ayudando a unos y otros a hacer frente a las constricciones de diferente naturaleza inscritas en toda actividad profesional. Inscriben también el trabajo en el marco de una relación de fuerzas, en el corazón de las cuestiones políticas. Dan también un sentido al sufrimiento, le ponen en relación con la codicia del patrón que “siempre quiere más”. En efecto, los colectivos desempeñan un papel esencial al descifrar las penosidades, los sufrimientos experimentados en el trabajo. La cuestión esencial no es tanto quién sufre y cómo, sino ¿de dónde proviene ese sufrimiento y cuál es su causa? Para los colectivos, el sufrimiento no se debe poner en relación con los desfallecimientos, las insuficiencias, las fragilidades personales, la falta de adaptación, sino con las modalidades de organización del trabajo ligadas con un contexto económico y político particular.

Esta puesta en cuestión de los colectivos ha sido difícil de combatir por los sindicalistas, ya que el discurso gerencial pretendía satisfacer las aspiraciones profundas de los asalariados. La personalización del trabajo se presentaba como el único medio de tomar en cuenta y reconocer los méritos, las competencias y la calidad del compromiso de cada uno, el único medio de introducir más libertad en el trabajo.

Pero, sin embargo, no es cuestión que la personalización, la individualización e incluso los márgenes concedidos de autonomía, conduzcan a una pérdida de control de la gerencia sobre los asalariados.

* Los asalariados, garantes de una segunda vida del taylorismo

En realidad, el desafío para la gerencia se presenta de una forma nueva. Es necesario que cada asalariado acepte transformarse en una pequeña oficina de tiempos y métodos para aplicarse a sí mismo de manera permanente los principios de economía de los costes y del tiempo, y ello en función de situaciones que varían en razón de la naturaleza misma del trabajo. La continuidad con el taylorismo reside así en los principios, pero difieren las condiciones de su puesta en práctica. En adelante cada asalariado es responsable de la organización de su trabajo, ella le es de alguna forma subcontratada. Pero es preciso que asuma esa responsabilidad apoyándose estrictamente en los criterios, los métodos, las formas de hacer y los objetivos definidos por su dirección y su jerarquía, en función de los medios que serán puestos a su disposición sin que pueda interferir en su puesta en práctica.

Se le pide, pues, saber adaptarse, comprender lo que se espera de él, estar disponible, siempre leal y completamente comprometido con su trabajo y vigilar para hacer uso de sí mismo de la forma más apropiada desde el punto de vista de su gestión. Los nuevos métodos que se practican por las empresas industriales y terciarias (la producción lean1 , lean management, que consisten ambas en disminuir todo: los efectivos, presupuestos, plazos, errores, stocks, etc.), no se basan en una lógica innovadora, sino en una aplicación estricta y exacerbada de los principios taylorianos. Los asalariados tienen así que movilizarse en los límites muy estrechos definidos por las herramientas modernas de gestión, que permiten por otra parte un control de una eficacia inigualada. Tienen que desplegar de forma relativamente autónoma sus esfuerzos en un universo extremadamente codificado que les debe guiar según la única racionalidad de su empleador. Se mide hasta qué punto este nuevo modelo de principios antiguos se basa en una contribución subjetiva activa de los asalariados.

Para conseguir que acepten y desempeñen este juego con total lealtad en el marco de los márgenes de autonomía que se les concede, es necesario seducirles, convencerles, provocar su adhesión. Ello será objeto de una fase participativa orquestada, en los años 80, a través de todo tipo de círculos de intercambio, de grupos ad hoc, de grandes misas, en las que es preciso crear ex nihilo una cultura de empresa, un espíritu de comunidad a medida de la empresa: después, de una fase de producción de valores morales (con la promulgación de cartas éticas, códigos deontológicos, reglas de vida destinadas a definir al asalariado virtuoso, el que tiene su lugar en la empresa); una fase, a fin de cuentas, que tiene una implicación más narcisista (de Gaulejac, 2005), ya que invita a los asalariados a descubrir quiénes son verdaderamente, lo que desean verdaderamente, les incita a medirse a los otros y a aproximarse a un ideal de sí mismo.

Esta apuesta por el desafío permanente, esta reducción de la actividad profesional a un cumplimiento narcisista, tiende también a conducir a los asalariados a hacer un uso de sí en función de objetivos, de criterios y de métodos impuestos por la gerencia: tienen que movilizar su inteligencia y su creatividad para hacer el uso más productivo de ellos mismos según los criterios dictados por las direcciones, apoyándose en dispositivos concebidos fuera de ellos y pensados contra su profesionalidad. Esta lógica constituye una fuerte potencial de sufrimiento y representa, sin ninguna duda, un riesgo psico-social muy real.

Los dispositivos participativos, éticos y de transacción narcisista han sido desplegados para convencer, seducir, arrancar el consentimiento; están concebidos también como testimonio de la benevolencia de la gerencia. Están pensados para guiar a los asalariados que tienen que franquear un rumbo difícil y enfrentarse con el trabajo forzado, exigente e intensivo que se les pide.

Las direcciones de recursos humanos, a veces rebautizadas de mano de la benevolencia y de la felicidad con su Chief Hopiness Officers, están ahí también para acompañarles e intentar al máximo solucionar todos los problemas que pueden plantearse en el marco de su vida privada y doméstica; estos profesionales de la regulación proponen servicios de limpieza, masajes, sesiones de meditación, coachs, números verdes de psy, consejos para mantenerse en buena salud; están ahí para ayudar a los asalariados a ir al trabajo con el espíritu libre y relajado, en buena forma, con el objetivo de que se entreguen completamente a sus tareas en un positivo estado de espíritu. Orange, por ejemplo, considera en lo sucesivo que “cada asalariado es único” y que es necesario tratarle como tal.

* La negación moderna de la profesionalidad de los asalariados

Pero no se trata, desde el punto de vista de la moderna gestión, de remitirse únicamente a los esfuerzos desplegados para realizar una metamorfosis identitaria. Hay que encontrar los resortes que aseguren que todos los asalariados, cualquiera que sea su grado de adhesión o de resistencia, estén hic et nunc obligados a trabajar según los criterios y métodos queridos y no puedan imponer su punto de vista profesional sobre la forma de trabajar.

Emerge entonces una forma de trabajar que se calca sobre la de Taylor, ya que consiste en despojar a los asalariados de sus saberes, de los conocimientos ligados con su oficio y de su experiencia que podrían constituir recursos individuales y colectivos que legitimarían la afirmación de otro punto de vista sobre su trabajo.

Esta estrategia toma la forma de una política de cambio permanente (presentado como una necesidad en un mundo en el que todo cambia todo tiempo y como la prueba de la capacidad de la gerencia de hacer frente al auge de la incertidumbre). Se reestructuran así sin cesar los departamentos y los servicios, se recomponen sin cesar los trabajos, se externalizan y después se vuelven a internalizar las funciones, se renuevan en ráfaga los programas informáticos, se desmantelan con una fuerte frecuencia los equipos, se instaura una movilidad sistemática, especialmente de la jerarquía de proximidad; en breve, se procede a recomposiciones incesantes que transforman las estructuras, que trastornan las estructuras, el funcionamiento de las empresas, que alteran el contenido y el medio del trabajo.

En esta tormenta, los asalariados ven oscilar todas sus referencias, y se vuelve obsoleta una parte de sus conocimientos y de sus experiencias. Sufren un proceso que minimiza sus competencias. Esta estrategia del cambio sistemático produce la impotencia profesional, ya que falta la distancia, la experiencia para asentar un control sobre el trabajo. Los asalariados son degradados a la categoría de aprendices permanentes. A ello se le atribuye que garantizará su subordinación, ya que un aprendiz debe aceptar dar muestras para hacerse aceptar. Debe ratificar su buena voluntad y sobre todo no entrar en una lógica de contestación si quiere ser mantenido en su puesto de trabajo.

Cuando todo cambia todo el tiempo, los asalariados no pueden ya sentirse en su casa cuando trabajan, en su empresa, entre ellos, con sus colegas. Se les hace cada vez más difícil controlar su medio de trabajo y, más grave aún, su trabajo mismo. Es su experiencia lo que queda invalidada, sus competencias y sus saberes son desestabilizados. Todo lo que han llegado a construir para domesticar las obligaciones y dificultades de sus misiones se derrumba regularmente al ritmo sostenido que marcan las reformas y transformaciones. Su entorno se vuelve hostil, tienen que adaptarse constantemente, descubrir las modalidades necesarias para controlar su actividad: saber quién puede ser un recurso, qué relaciones pueden establecerse con los diversos servicios o interlocutores, dónde encontrar la información relevante, cómo reafirmarse en una decisión. Tienen que reinventar las rutinas que permiten ganar tiempo y dedicarse así con mayor facilidad a los incidentes que surgen, a los imprevistos dentro un contexto que se hace más complejo y más incierto. Con esta política de reformas sistemáticas, los asalariados están en situación permanente de desaprendizaje, como analiza tan bien Jean-Luc Metzger (1999), una situación que puede conducirles a un verdadero agotamiento profesional (el famoso burn out).

Perdidos en la tormenta de estas múltiples perturbaciones, desorientados y desbordados, con falta de informaciones y de formación, todo les presiona a mendigar ayudas técnicas, procedimientos, soluciones estandarizadas.

Se asiste a una inquietante paradoja que quiere que, en el momento en el que se pide cada vez más a los asalariados (excelencia, compromiso total y asunción de riesgo), frente a un trabajo cada vez más complejo, se les sumerge artificialmente en un estado de incompetencia que genera aprensión y angustia.

Estas prácticas de desestabilización están orientadas a acelerar la renuncia de los asalariados a sus valores profesionales y que se adapten a los que son propuestos por la organización oficial. La desestabilización de los asalariados se comprende tanto mejor si se analiza como un ataque en toda regla sobre los recursos de los que disponen para afirmarse en su trabajo e imponer un punto de vista, y especialmente sobre la experiencia acumulada a lo largo del tiempo. Esta experiencia se rechaza sobre tres registros: el oficio (que es una especie de experiencia colectiva coagulada y validada), la estabilidad en la función que permite acumular el conocimiento necesario para enfrentar las situaciones de trabajo y las redes socioprofesionales en la empresa que hacen posible la emergencia de recursos.

Se asiste, siguiendo fielmente los principios taylorianos, a una desestabilización de los saberes en beneficio de las “competencias” cuya capacidad de adaptación se convierte en un elemento primordial. Todos los discursos gerenciales, y especialmente los del Medef (patronal francesa), insisten en la importancia crucial del saber estar, de la capacidad de adaptación, de las aptitudes, lo que se denomina «competencia». Para insertarse rápidamente en un medio que cambia sin cesar, los diplomas, las cualificaciones y los oficios ya no ofrecen la garantía de adaptabilidad requerida en esta óptica; tanto el oficio como la experiencia pueden ser vistos como frenos a la adaptación, puntos de apoyo posibles para las actitudes consideradas como rígidas, fijadas y contrarias a las necesidades de fluidez y de renovación. Los asalariados ya no deben contar con ese tipo de recursos, deben aceptar la renuncia a los mismos y poner sin cesar los contadores a cero.

Despojar al asalariado de su experiencia profesional no es solamente retirarle la base de apoyo de la que tiene necesidad para no verse sobrepasado por su trabajo, para sentirse a la altura, armado para cumplirlo y en derecho de hacer valer su punto de vista. Es también quitarle una parte de su identidad, la que se ha constituido alrededor de esa experiencia, gracias a ella. Cambiar el trabajo sin cesar es también afectar la consistencia de la identidad de los asalariados.

De alguna forma, se exige de ellos que sean conscientes pero sin conciencia…

Por un lado, la gerencia debilita, precariza subjetivamente a los asalariados, haciendo menos cómodo y menos seguro el ejercicio de su trabajo, del otro lado les les ubica en la caja de herramientas destinadas a aportarles soluciones y recursos. En resumen, como observa Emmanuel Diet (2012), están obligados a remitirse a quien les niega, les descualifica, es decir a esos dispositivos de gestión que vehiculan valores contrarios a los suyos, y, peor aún, a valores que pisan su dignidad, su moral, su profesionalidad. Deben ser activos en la puesta en marcha de la destrucción de una parte importante de ellos mismos.

El propósito de la desestabilización crónica es obligar a los empleados a poner en práctica las herramientas de gestión elegidas por sus directivos, esas herramientas que “llevan consigo reglas tácitas de ordenamiento organizacional”, herramientas que combinan “las virtudes instrumentales de la herramienta y los activos persuasivos, pedagógicos y micropolíticos” (Boussard y Maugeri, 2003). Esas herramientas están orientados a colocar a los asalariados en un molde y hacerles crear reflejos adaptados a los objetivos.

La modernización gerencial, que se pretende portadora de la humanización del trabajo, que afirma su ruptura con el taylorismo, ha inventado una nueva forma de incorporación al trabajo que incluye muchos aspectos inquietantes. La lógica tayloriana no ha desaparecido, pero ha sido repensada y metamorfoseada. Está en el futuro destinada a incorporarse en las herramientas puestas a disposición de los asalariados que deben movilizarles de forma apropiada en función de situaciones fluctuantes, incluso aunque sean contrarias a sus valores de oficio, valores profesionales. Las evaluaciones en el marco de entrevistas individuales con el superior jerárquico sobre la base de objetivos y modalidades de trabajo que se les ha fijado son cada vez menos evaluaciones de profesionales, sino que en realidad se trata de hombres y mujeres que van a ser confrontados no a la evaluación de su rendimiento, sino a la de su persona, de su personalidad. Y esto en el contexto de una comparación con otros. Y la amplitud de los efectos producidos es medida.

La precariedad subjetiva no es solo el miedo de verse conducido un día a la negligencia que puede hacer que pierda su trabajo, sino también una puesta en peligro de sí mismo, por un atentado al sentimiento de su valor, de su dignidad, de su legitimidad.

La estrategia del cambio permanente tiende precisamente a crear las condiciones que incitarán a los asalariados a volcarse sobre esos dispositivos como si se tratara verdaderamente botes salvavidas. En ningún momento se pretende plantear la cuestión de su relevancia, es decir, de la relevancia de los criterios que transmiten; sin embargo están lejos de ser, como se les presenta, neutros, objetivos y universales: están para determinar los actos profesionales en función de algunos objetivos precisos de rentabilidad que van a definir los criterios de calidad del trabajo esperado.

La cifromanía, la cuantofrenia, destinadas a validar los procedimientos modernos de gestión por la objetividad que las cifras presuntamente vehiculan, enmascaran (como en el tiempo de Taylor y de su ciencia universal e imparcial) la voluntad de constreñir y controlar los comportamientos según orientaciones que pueden ser muy cuestionables. Por ejemplo, Bruno y Didier (2013) demuestran en su libro sobre evaluación comparativa que aceptar las cifras y las cuantificaciones de la gerencia supone una definición directa de la calidad de trabajo esperada, su propósito y de su significado, la de la gerencia que prende actuar en interés de todos.

La proeza de esta estrategia es la de conseguir transformar a los asalariados que mantienen una situación de empleo estable (los funcionarios y los asalariados con contrato de duración indefinida) en trabajadores que viven como precarios y someterles así sin límites a la subordinación que está en el corazón de la relación salarial.

* Acabar con la subordinación

La clase asalariada, mientras que se terciariza crecientemente y recela cada vez más de los cuadros, ¿estará siempre condenada a la subordinación? Se perfila cada vez más la idea de que, para escapar a la subordinación, la única solución es la de salir de la clase asalariada. El éxito del estatuto de auto-empresario ilustraría esa tendencia de un número creciente de trabajadores de querer escapar de la clase asalariada.

La uberización, que introduce una relación de trabajo distanciada entre los patrocinadores del trabajo y los propios trabajadores a través de las plataformas digitales se basa en la ausencia de subordinación con el objetivo de escapar a las restricciones legales que acompañan a esa subordinación. Los trabajadores que están regidos por esta lógica muestran su libertad, su independencia, la posibilidad de decidir sus horarios, su tiempo de trabajo.

Aparecen también los slashers, que acumulan varios empleos de este tipo y muy largas jornadas laborales y claman por el placer de la libertad conquistada.

Es probable que este sector se desarrolle: numerosos asalariados se excluyen de la clase asalariada y son incitados por sus antiguos empleadores a recurrir a estos nuevos estatutos.

El hecho de que esta ausencia de subordinación tiene un coste real para los trabajadores: menores garantías, remuneraciones más bajas para un trabajo que con frecuencia supera las cantidades de horas estipuladas legalmente.

Pero todo ocurre como si el porvenir correspondiera a quienes, valientes, tengan el gusto por la aventura y el espíritu de independencia, se hacen cargo de su destino y se emplean ellos mismos. Los otros, los que siguen perezosamente pegados a la clase asalariada, quedan tanto más desvalorizados. Arrastran sin embargo ya un pesado pasado con una estigmatización que se inició en los años 80. Serían perezosos, más inclinados a defender sus garantías que a dedicarse a su trabajo. En 1984, la emisión “Vive la crise” en Antenne 2 ponía en escena a un Yves Montand (célebre cantante y actor francés) que exhortaba a nuestros conciudadanos a apretarse el cinturón, a tomar conciencia de que la crisis imponía esfuerzos y sacrificios, mientras que en Francia se tendría mucha tendencia a “no pegar un clavo”. El primer ministro Raffarin afirmaba en el verano de 2003, desde Quebec, que era necesario poner a los franceses a trabajar, que era necesario dejar de considerar que Francia era un país de ociosos. Durante su campaña presidencial, Nicolas Sarkozy exaltaba por su parte a “la Francia que madruga”, lanzando su eslogan “Trabajar más para ganar más” y proponía rehabilitar el valor del trabajo. Las 35 horas de la Ley Aubry habían convencido ya a una parte de la opinión pública de que en Francia se era más bien perezoso.

Sin embargo, en Francia, la productividad por hora es una de las más elevadas del mundo y las encuestas muestran que el trabajo representa un valor prioritario (Davoine, Méda, 2013).

Sobre una falsa imagen del compromiso de los franceses con su trabajo, se ha elaborado como una naturalización de la subordinación que no debería cuestionarse. Sería la contrapartida normal, lógica y necesaria de las “ventajas” que procura la clase asalariada, es indispensable que los asalariados franceses (más bien perezosos, más bien inclinados a trabajar según sus estados de ánimo) sean controlados. Unirse al sistema salarial implicaría aceptar estas reglas del juego de las cuales la subordinación es parte, y más aún en la medida en la que existen otras posibilidades con esos nuevos estatutos.

Es hora de abrir un verdadero debate sobre esa dimensión coercitiva de la subordinación por varias razones. En primer lugar por el malestar de los asalariados. La gestión empresarial moderna produce el burn out, sufrimiento en el trabajo, suicidios, adiciones a sustancias ilegales o al alcohol. No se trata de algo inevitable, sino que se desprende de las orientaciones muy particulares del nuevo modelo de gestión gerencial que multiplica las restricciones paradójicas, por una desconfianza a priori contra los asalariados. La segunda razón es que el rendimiento de las empresas se ve afectado por esa lógica de subordinación que amordaza la inteligencia de los asalariados, que merma su profesionalidad y los precariza. Asalariados constreñidos, controlados permanentemente, sujetos a procedimientos imperativos y fuentes de problemas, como a evaluaciones poco realistas, tendrán tendencia a replegarse, a jugar la carta del conformismo en detrimento de la creatividad, de la inventiva y de la reactividad. La tercera es que conduce al desarrollo de un sector fuera de la clase asalariada en la que los trabajadores tienen que pagar muy caro lo que en el fondo no es sino una mera apariencia de independencia.

Danièle Linhart es socióloga del trabajo y Directora emérita de investigación en el CNRS (Centro Nacional para la Investigación Científica) de Francia.

Bibliografía

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  • BRUNO I., DIDIER E. (2013), Benchmarking, L’État sous pression statistique, Paris, La Découverte, coll Zones.
  • DAVOINE L., MEDA D. (2009), “Quelle place le travail occupe dans la vie des Français par rapport aux Européens ?”, Informations Sociales, n° 153, p. 48-55.
  • DIET E. (2012), “Changement, changement catastrophique et résistances”, Connexions, n° 99.
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  • LINHART D. (2009), Travailler sans les autres ? Seuil, coll. Hors normes.
  • LINHART D. (2015), La comédie humaine du travail, De la déshumanisation taylorienne à la surhumanisation managériale, Toulouse, Erès.
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  • TAYLOR F.W. (1911), The Principles of Scientific Management. Trad. (1957) La direction scientifique des entreprises, Paris, Dunod.
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Texto original: https://france.attac.org/nos-publications/les-possibles/numero-14-ete-2017/dossier-le-travail/article/d-ou-vient-la-souffrance-des-salaries-du-xxie-siecle-ruptures-et-continuites

Notas

1/ Atribuyendo a lean el significado de esbelto, limpio, sin desperdicios.

Traducción de Viento Sur

Notas propias:

1) Desde Primera Vocal hemos corregido erratas y cambiado ciertas palabras, pero nuestro paupérrimo nivel de francés no da para más. Si algún lector con competencias en traducción se anima a mejorarlo, que nos escriba. En cualquier caso, creeemos que la idea principal del texto es perfectamente asequible.

2) Nos parece ingenuo relacionar rendimiento empresarial con la exaltación de la creatividad —tal y como se menciona en el párrafo final—, al menos en la mayor parte de sectores empresariales. Las estrategias de organización del trabajo tratan siempre de optimizar la plusvalía en un contexto dado. Por eso pensamos que con este nuevo taylorismo de la formación y evaluación continuas se logra un mayor rendimiento dadas las condiciones objetivas en las que se implementa (sobreformación, generalización de la tecnología, estancamiento demográfico, etc.). O dicho de forma castiza: estos cabrones no dan puntada sin hilo. Sacan siempre lo más que se puede sacar en un contexto específico y con una oposición más o menos definida.


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