Para una in-definición social de la inteligencia, de Alberto García Espuche

La inteligencia burguesa es la aptitud fundamental del grupo dominante y sólo le sirve a él. Que se la midan ellos.
DEFINICIONES, NO

Definir la inteligencia es definir a los inteligentes y por tanto a los idiotas. Pero no solo definir, sino encumbrar, felicitar y justificar, por un lado, y anular, compadecer y olvidar, por otro. Los psicólogos aficionados al orden han ideado, sin reparos ni problemas de conciencia, clasificaciones que escalonan a los menos dotados en torpes, casi deficientes, deficientes, imbéciles e idiotas, según que sus coeficientes de inteligencia anden por los 90, 80, 70, 50, 20 o menos puntos. Desde luego no es nada aconsejable cosechar esos 20 puntos y saberse idiota oficial, aunque lo normal es que el idiota, por eso del secreto técnico, no reciba comunicación alguna advirtiéndole de su condición de tonto reconocido. Quizás llegue a notar que le hacen menos caso que antes, que toda la atención de maestros, jefes y sargentos se concentra en los de siempre, en los listos. Por lo tanto no se trata ahora de lapidar una nueva definición de inteligencia, de clasificar y compartimentar, de eliminar y seleccionar, puesto que para ello existen ya suficientes instrumentos. En todo caso, si se cae en la tentación de definir la inteligencia, será sobre todo para incordiar. Será para contrapesar tímidamente el concepto burgués que predomina y para insinuar que hay otras formas de ver la inteligencia, formas que nada tienen que ver con los tests, los coeficientes y las clasificaciones.

INTELIGENCIA: PROPIEDAD PRIVADA

No se puede poner en duda que el tinglado haya sido bien montado. A todo el mundo parece importarle bastante la inteligencia propia, la de sus hijos y la de los candidatos al senado. Ser inteligente está bien considerado; ser «buena persona», «tener voluntad» son cualidades reconocidas, pero en realidad se supone que el bueno lo es porque no le toca otro remedio, porque es tonto; y el voluntarioso suple con voluntad lo que le falta de inteligencia.

Independientemente de las morales oficiales, la moral al uso es la de la inteligencia: el que vale, vale y el que no… Con este interés general es lógico que los padres empiecen a espiar las inteligencias de sus hijos desde que nacen, siguiendo las magistrales lecciones de Piaget o las modestas apreciaciones del pediatra de «pago». Y la inteligencia empieza a cumplir así su papel desde el primer momento: es una cualidad personal e intransferible, un documento de identidad que garantiza el éxito o justifica el fracaso, y todo ello dentro de los más puros y limpios límites del individualismo estricto. Esta propiedad privada, este capital es, como las demás propiedades, como los demás capitales, heredable. O por lo menos eso se pretende. De tal manera que, como los tests demuestran estadísticamente que las clases menesterosas son menos inteligentes y la inteligencia es heredada, las clases menesterosas seguirán siéndolo para siempre.

Para completar la puesta en escena, se supone que el éxito económico y social, el «ascenso», está en función de méritos propios entre los cuales la inteligencia es básica.
No hay como ser el autor del guión para que la película acabe como uno quiere.

CONTROVERSIA, EUGENESIA Y UNA TRAMPA PARA DESPISTADOS

Nadie se ha puesto de acuerdo sobre lo que se entiende por inteligencia pero, como dicen los expertos, aunque no existe un acuerdo unánime sobre la definición de la Inteligencia, ello no ha impedido que se establezcan índices que midan su «capacidad» y lo dicen sin pizca de ironía.

Está claro que si nada ha impedido medir algo que no conocemos, por algo será. Ocurre que la inteligencia es una cualidad elegante, individual, heredable, digna de una civilización avanzada como la nuestra. El clasificar al ciudadano en función de los enemigos que mata, de las horas que reza, de los soldados que tiene o las mujeres que mantiene, ya no es fino, no es liberal ni democrático. Pero la inteligencia es otra cosa.

Y como es importante, se discute de ella con pasión. En Estados Unidos los negros no están dispuestos a aceptar el veredicto de los tests que los blancos han inventado, veredicto que anuncia sin ambages que, en promedio, los negros son algo así como quince puntos más idiotas que los blancos. Dado que la inteligencia es vital, no es de extrañar que se quiera linchar al profesor Shockley, premio nobel de Física, que afirma que los negros son hereditariamente poco avispados y que lo más prudente sería acabar discretamente con ellos antes de que su estupidez acabe con todos.

Pero para entrar en estas escaramuzas no es difícil haber aceptado previamente la «economía de la inteligencia», la «inteligencia negocio», dando por hecho que el bien común es la suma de los bienes individuales, que la inteligencia de la nación es, como en economía, la suma de las inteligencias de los ciudadanos; que la felicidad individual regulada por el mercado conduce a la felicidad global.

La consecuencia obligada en el campo de la inteligencia es ni más ni menos que la eugenesia. Pero este engendro, con nombre de abuela que se quedó en el pueblo, podía hacer referencia, hasta no hace mucho, al color de los ojos (azules) y al color del pelo (rubio), a características de la «raza». Esto, en este momento, sería demasiado, al menos para confesarlo, aunque árabes importados sigan haciendo trabajos forzados por todas partes. Ahora es mucho más elegante hablar de la inteligencia, cualidad «eugenesizable» por excelencia. Evidentemente, si ser inteligente es ser eficaz, productivo, competitivo e importante. De ahí se implicará la mejora imparable, no ya de la nación, sino de la humanidad entera.

Se discute apasionadamente sobre si la inteligencia es heredada o no. Izquierdas y derechas forman bandos apretados y dispuestos a todo. La ideología los separa y la confusión los une.
Cuando nos preocupamos en luchar contra los generalmente muy reaccionarios defensores de la teoría hereditaria, olvidamos por lo menos dos hechos importantes: primero, que el hecho de ser la inteligencia heredada o adquirida no debería importarnos mucho, puesto que en un medio socialista ninguna cualidad, heredada o adquirida, habría de ser base para discriminación; y segundo, que estamos defendiendo que la inteligencia se adquiere fundamentalmente a través del medio cultural, que es maleable y por lo tanto desarrollable en norma igualitaria, sin darnos cuenta de que tratamos de una cualidad que se adapta como anillo al dedo al sistema competitivo-productivista en que vivimos y que en ese medio socialista lo mejor que podríamos hacer es olvidarla.

Lamentablemente, no pocos políticos de izquierdas y científicos progresistas defienden la teoría de la «adquisición cultural» de la inteligencia, como condición sine qua non para emprender el socialismo. Es decir, parecen aceptar el hecho de que si se demostrara la certeza de la teoría «hereditarista», si la inteligencia se repartiera al nacer, ya nada podría hacerse en favor de la justicia social, puesto que la injusticia vendría dada ya en la cuna. Terrible.

Dejemos el comentar con más datos esta burda trampa, para analizar brevemente las características de la inteligencia burguesa.

LA INTELIGENCIA, CUALIDAD MEDIBLE

La inteligencia burguesa es producto de la cuantificación y como tal está ya viciada de entrada. La cuantificación, la obsesión por los números y los ficheros, es una vieja manía del capitalismo, manía que tiene probablemente su origen en la necesidad de controlar el trabajo ajeno.
Controlar las mentes ajenas, numerarlas y pesarlas adjudicándoles un coeficiente es una prolongación perfectamente lógica y que desgraciadamente no se da ya únicamente en el capitalismo.

Para llevar a cabo esta importante tarea, la de legitimar las diferencias con una cualidad medible y menos grosera que la fuerza bruta, el psicólogo se vale de un instrumento valioso: el test de inteligencia. De este, se deduce un fatídico coeficiente que en EEUU (y próximamente en nuestras pantallas) acompaña al individuo hasta la muerte, y es un dato tan indiscutible como el color de los ojos o el grupo sanguíneo. El test de inteligencia se basa en una interminable serie de falsas suposiciones «científicas» que sería penoso describir aquí. Es, brevemente, un camelo de proporciones pasmosas.

Pero lo que interesa hacer notar es hasta qué punto el mismo espíritu del test es perfectamente represivo e ideológicamente tendencioso. Para empezar, el test de inteligencia es por supuesto individual. A nadie se le ha ocurrido hacer un test a un grupo de personas, para ver si son capaces conjuntamente de resolver una situación nueva o de tomar decisiones en común. Esto sería una práctica absurda y peligrosa, un aprendizaje malévolo. El test es una lucha individual.

Irónicamente, reciben el nombre de «colectivos» los test que se realizan como exámenes escritos en grupo, e individuales los que se llevan a cabo interrogando individualmente a cada individuo. El test «colectivo» es pues un clásico «examen», un simple ejercicio de campo de «concentración».

En el test es importante la concentración. La concentración es un pilar del rendimiento, es silencio, incomunicación, aislamiento. De nada sirve que la respuesta la sepa el de al lado, o esté en un libro en la biblioteca. Hay que concentrarse solo y ser eficaz de uno en uno, infinitas veces.

En este ejercicio individual el factor tiempo suele ser decisivo; y es que el «tiempo» es fundamental en la vida que llevamos. No se puede perder un minuto, pero se pierden todos. El distraído no trabaja, el distraído no consume. Sin un control estricto del tiempo no es posible la eficacia y por lo tanto en una prueba como el test, que mide sobre todo esto, no puede dejar de valorarse la velocidad. Además de la velocidad es importante la masificación. La gran sala atiborrada de sillas con apoyabrazos, perfectamente alineadas, los cuestionarios idénticos repartidos al unísono, la señal de partida dada con el silbato, el control de los examinadores que contestan a las preguntas de los testados con las respuestas codificadas y neutras que no dan ventaja, y por descontado, con el mismo calor que podría hacerlo un máquina de cigarrillos.

Por último, como dice un entusiasta de los tests, es preciso «que el individuo que se somete al test demuestre por completo su capacidad en lo que este le exige, pero nada más». El dividir la vida en actividades estancas es un buena afición del poder. Hay que contestar si o no; ni soñar en contestar «quizás» o «no estoy seguro». Se debe ceñir uno estrechamente al tema. Nada de irse por las ramas, nada de imaginación, de florituras o aportaciones personales.

Cuando se está haciendo el test, se está haciendo un test y basta. Si un niño dijera a su encuestador que no quiere seguir porque el test es feo, el encuestador no se inmutaría. Sencillamente escribiría en su cartulina: idiota.

Por supuesto, si un adulto encabeza la hoja diciendo que no quiere rellenar las casillas, recibirá la misma respuesta que el niño y habrá alcanzado la misma edad mental: idiota.
Para clasificar, es imprescindible que todos los clasificados sigan un mismo criterio: el del clasificador. No es difícil hacer el retrato robot del niño-inteligente-que-triunfa-en-el-test. Se trata de un niño bien educado, rápido, seguro de sí mismo, concentrado y serio, poco imaginativo pero buen calculador, dócil pero desconfiado, esperando una trampa detrás de cada palabra y dispuesto a esforzarse para salir bien parado de las pruebas. Ni que decir tiene que debe ser de cultura occidental e hijo de buena familia. Indios, negros, marginados e hijos de obreros abstenerse.

UNA CUALIDAD NUEVA, QUE NO SIRVE

La inteligencia burguesa es por lo tanto un número, como el número que indica el estado de una cuenta bancaria; y como el dinero, es productiva, no importando para qué se use, mientras dé dividendos.

La inteligencia burguesa es un potencial que se hereda, como se hereda un patrimonio, una finca o las acciones de una compañía. «Ser» inteligentes es lo importante, no «hacer» cosas inteligentes. Una vez que se ha probado que se es inteligente, cuando los números lo han dicho, no es necesario seguir probándolo continuamente, puesto que uno no puede dejar de «serlo».

Las clases dominantes imponen sus ideas preferidas, las que les convienen. La inteligencia es relativamente nueva como cualidad básica. La religiosidad, la fuerza, el valor, el honor han tenido sus épocas. La inteligencia burguesa tiene ahora la suya.

En un modelo de sociedad en el cual los valores aclamados son la competencia, la productividad y la felicidad por el consumo, en el que con mucha preferencia va por delante el «tener» sobre el «ser», la inteligencia entendida como potencialidad para «llegar», para «vencer» debe ser forzosamente una cualidad principal.

Y como ironía del juego, la inteligencia, a la que tanta importancia quiere otorgar el sistema, no «sirve» para nada: con ella no se pueden escalar puestos directivos. El coeficiente de inteligencia sólo les vale a los hijos del director.

Es lo que podríamos llamar una estafa al cuadrado. La estafa simple consiste en pretender que una cualidad «heredada» sea la que separe a triunfadores de perdedores, dando por normal la injusticia del sorteo. En segundo lugar, estafa al cuadrado, la inteligencia no está correlacionada con el éxito económico, en la realidad del sistema.

Si a este doble engaño añadimos que la inteligencia no puede demostrarse que sea fundamentalmente heredada, comprenderemos que hay que rechazar este concepto de inteligencia y todas las trampas científicas, jerárquicas e ideológicas que se han creado a su alrededor.

La inteligencia burguesa es la aptitud fundamental del grupo dominante y sólo le sirve a él. Que se la midan ellos.

Y a ellos se aplica perfectamente la definición clásica de actuar «en inteligencia», «en confabulación o correspondencia secreta de dos o más personas entre sí». Desde luego que no se hacen test de sociabilidad, ayuda mutua, facilidad para entrar en éxtasis, para amar o hacer el vago. La inteligencia burguesa es la cualidad que permite hacer de cada momento de la vida un negocio, o un preliminar de un negocio. En una sociedad de marcas, de resultados, en una «sociedad anónima», las otras cualidades importan poco y además es difícil medirlas. En el campo de la inteligencia quedan excluidos los deficientes mentales, de la misma manera que en el salto de altura los minusválidos no son competitivos.

La inteligencia burguesa es legitimación. Es la piedra angular en que se basa todo el edificio de la «meritocracia», arquetipo hipócrita hacia el que apunta, en teoría, el capitalismo. Es viejo el problema trabajo intelectual-trabajo manual, pero esa contradicción que era y es reflejo de una situación política, resultado de la lucha por el poder y del dominio de las fuerzas productivas, se podía explicar antes como consecuencia de una decisión divina. Ahora, cuando esto resulta ya un poco fuerte, el capitalismo justifica la contradicción por la posesión o la carencia de una cualidad individual, invisible y heredable. Trata de demostrar que el trabajo intelectual (entendido como de dirección y de toma de decisiones) lo hacen los que están capacitados para ello, mientras los otros hacen lo que pueden.

Para los puestos inferiores, el cinismo llega a decir a Ford que cuanto menos inteligentes sean los obreros, mejor. Lo ideal, una cadena de montaje llevada enteramente por «Gorilas de Taylor».

POR UN ACTO COMPLETO DE INTELIGENCIA

El coeficiente que mide «científicamente» la inteligencia no tiene ningún tipo de valor social (ni de ningún tipo). El que alguien esté en lo alto de la escala no dice nada realmente valioso sobre ese alguien. Los miembros de «Mensa», organización internacional fundada en Inglaterra y de la que forman parte personas con un coeficiente de inteligencia mayor de 150, podría reunir a los más importantes canallas del mundo. Y ello es posible porque el CI no hace referencia alguna a relaciones sociales políticas.

Es absurdo medir la inteligencia individual. Es bien significativo que no se mida la inteligencia nacional bruta, y en cambio se mida la riqueza nacional. La inteligencia, que conviene demostrar que es muy diferente para cada uno, se estudia siempre individualmente. La riqueza, que se pretende algo repartida, se trata en agregados y se transforma después en renta per cápita.

Entre las muchas definiciones de la inteligencia está la de Koehler, quien considera que para actuar inteligentemente es necesario comprender la situación, inventar una solución, y actuar en consecuencia. De forma parecida Claparède distingue en todo acto de inteligencia tres operaciones fundamentales: cuestión, invención de la hipótesis y control, necesarias para que se pueda hablar de un acto completo de inteligencia, de inteligencia «integral».

Pero ¿actuar en consecuencia, tener un control de la situación, qué sentido tiene fuera de lo social, de lo político?, ¿qué control de la situación tiene el infeliz que intenta demostrar su capacidad en un test?, ¿qué pasaría si actuara realmente en consecuencia?

Sólo es posible hablar de inteligencia integral fuera del plano de lo individual.

En una dictadura, actuar en consecuencia puede ser peligroso y el control de la situación sólo lo tienen el dictador y sus lacayos. ¿Son los únicos inteligentes?

Para llegar a esa inteligencia integral de Claparède, se necesita, además de lo que él supone, la situación política que la permita, que dista mucho de ser la presente. En una dictadura, sólo el dictador se puede decir «libre», y en las manifestaciones, en la calle, se pide libertad. De igual manera, en el estadio de la inteligencia actual de nuestra sociedad, calificarse de inteligente no tiene sentido. Mientras funcionen centrales nucleares y se fabriquen armas atómicas, nadie debería creerse inteligente.

INTELIGENCIA OPORTUNISTA O INTELIGENCIA COLECTIVA

Para una inteligencia colectiva no se necesitan genios. En la concepción actual, unos cuantos genios equilibran la balanza, frente a una masa ignorante e ignorada, y esto se considera perfectamente normal, puesto que lo que prevalece es la noción de eficacia. Lo importante no es que todos sepamos de qué va el cotarro, sino que la máquina funcione con el máximo rendimiento. Por descontado, y como en la falacia de la división técnica del trabajo, el truco de los alfileres, no está nada claro que la máquina funcione mejor con unos pocos que dominen el conocimiento y muchos que no sepan nada. Pero institucionalmente es mucho más seguro. Con este criterio de eficacia se pueden producir sospechas como las que cita Stamp: «durante la vida y después de la muerte imponemos contribuciones a la inteligencia y al éxito hasta el punto de que apenas pueden propagar su especie. Michael Roberts vio en esto un peligroso descenso de la suma total en el promedio de inteligencia y de capacidad física del hombre, y que un aumento general del estándar de inteligencia y fuerza vital de las masas no contrapesaba la pérdida de lo que pudiera haberse conseguido por unos pocos seleccionados» (M. Roberts en «The state of mind»). La inteligencia se define también como la capacidad de adecuarse a algo: «capacidad general que pone el individuo de ajustar conscientemente su pensamiento a nueva exigencias».

Pero en sociedad, y el hombre es un ser social, las exigencias se definen socialmente, históricamente. Esa inteligencia sólo puede ser de todos. Pensada individualmente, esa «capacidad de adaptarse a las nuevas exigencias» no sería más que oportunismo, sería la «inteligencia del chaqueteo».

Como dice Henri Salva, «la inteligencia forma parte integrante de la cultura». Por ello, es un proceso, un informe, una relación. No puede ser una facultad, una sustancia, una cosa. Es movimiento, es historia. De momento, nuestra inteligencia, no es gran cosa.

Para incordiar, no estaría de más dar una definición tan inútil como las demás, pero molesta. Quizás la Inteligencia puede ser una cualidad que permita decidir colectivamente los fines y elegir los medios para alcanzarlos y que, de paso, sirva para resolver los conflictos que surjan dentro y fuera de la colectividad, con el menor coste social. Esta inteligencia no sería una cualidad fácil de forjar, pero al menos no se podría medir con el test de Binet-Simon, lo cual es un consuelo. Dado que el carácter de una inteligencia así es variable, perfeccionable y maleable socialmente, estamos en realidad tratando de una in-definición de la inteligencia. Una in-definición que evita todo intento de clasificación, todo intento de adecuación a la norma.

DE LAS INTELIGENCIAS TÉCNICA, SIMBÓLICA Y COLECTIVA

Louis Weber expone en El ritmo del progreso una teoría poco pretenciosa pero entretenida, según la cual dos tendencias predominan alternativamente en la historia del pensamiento humano: la tendencia técnica y la tendencia especulativa. La primera está en relación con las «iniciativas individuales de la inteligencia práctica» y la segunda con «la sociedad, el lenguaje y el pensamiento simbólico».

La inteligencia técnica ha predominado durante la época de la piedra tallada y en las civilizaciones de Oriente y Egipto. La simbólica predominó en la época de la piedra pulida y en la especulativa Grecia. Durante la Edad Media se atravesó un eclipse con breves destellos de inteligencia práctica, hasta llegar a la civilización práctica de Occidente en donde triunfa la inteligencia especulativa. En el «momento actual», huelga decirlo, estamos sumergidos en una civilización técnica. Aceptando el juego propuesto, por otra parte no muy serio, hemos de preguntarnos si será posible iniciar una época en la cual predomine la «inteligencia integral», en el sentido de tomas de conciencia y decisión realmente sociales, superando el concepto individual y técnico de la primera inteligencia de que habla Weber, así como el más social pero restringido de la segunda.

De momento, sin respuesta posible, más nos vale dejar a la inteligencia in-definida y preocuparnos, no por la defensa de una cualidad burguesa, sino por la creación de una realidad política en la cual la inteligencia integral y colectiva sea posible.


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