Mujer apta para el sistema; de Aly Pintanell

Fluoxetina: 
la elección del adecuado para ti. 
Sertralina: 
de consumo común en mujeres en edad reproductiva. 
Citalopram : 
tú antidepresivo más seguro. 
Prosertin: 
minimiza sus riesgos, evita adicciones. 
Fluvoxamina: 
la estrella de las adolescentes. 
Escitalopram: 
el antidepresivo que no engorda. 
Paroxetina: 
SONRÍE. 
Intenten esta búsqueda inocente en Google, apenas casual, apenas inducida por el chantaje de la violencia psiquiátrica: Mujer — Antidepresivo. Entre las primeras entradas, destaca la falta de rigor. No encuentro estadísticas, artículos especializados o siquiera un acceso directo a los prospectos. Las entradas conforman un poema en verso libre y absorberemos sus siglas gracias a los receptores de nuestras conexiones neuronales. Las sustancias se anuncian como una pulsera “todo incluido” en el resort de la sociedad de bienestar. Aprovecha la oferta: el segundo blíster, al 50%. Consume y sé feliz. A partir del cuarto blíster tal vez seas apta para el sistema.

Tricíclicos, IMAO, antidepresivos de primera generación, de segunda y de tercera. Como los billetes de tren. Las cajitas reposan impunes en las repisas de nuestros cuarto de baños. Intercambian saludos con los ansiolíticos del armario de la cocina:
—Buenos días —susurra sonriente la capsulita de Sertralina de buena mañana.
—¡Los que tú tienes! —contesta el somnoliento Lorazepam, sin saber articular muy bien la frase acertada en el contexto.

Lo que desconocen estos psicotrópicos parlanchines es que hace un año que murió mi madre y estoy triste. No saben que sostengo un pluriempleo, contratos de 35 y 28 horas, que estoy estresada. Poco les importa que haya tenido que tramitar un divorcio, una herencia, una hipoteca y que esté asustada. Necesito pagar la pensión de mi hijo, mi alquiler, la luz, el agua, internet, el bono-metro, la gasolina y el jodido dentista. Vence el mes y estoy agobiada. No duermo bien, mi menstruación sigue los pasos del Guadiana y tomo demasiada cafeína. Todo esto le resbala sin pudor a la potencial farmacotecnia de mi mesilla.

Conduzco un ciclomotor para llegar a todo, más de 60 kilómetros cada día, para no decir que no estoy llegando, para ser la superwoman que el sistema espera de mí. Que ciertos feminismos institucionales esperan de mí. Cada jodido día, respiro veneno en gris y atravieso de parte a parte un Madrid pseudoverde y pseudoamable; mientras, estoy a punto de ser arrollada por un puto Uber. Estoy rabiosa. Estoy muy, muy, muy cabreada.

La eterna gripe me da la clave: un virus neoliberal hace estragos en mi psique y la febrícula capitalista instiga un bramido. Parece que no estoy en condiciones de ser apta para el sistema. De momento, al menos; durante un rato… Decido acudir a mi médica de cabecera para que lo certifique y me entregue el ansiado papel: no apta. Baja médica y reposo.

Mi médica de cabecera no levanta la cabeza de la pantalla del ordenador. Sin saludarme, lanza un imperativo que invade:
—DIME.

Yo, cabizbaja y obediente, le digo. Resumo la situación, le hablo de mi tos y de mi duelo, del insomnio y los eccemas. De la regla que va y viene. Anota síntomas sin mirarme.
—¿A veces piensas que la vida no tiene sentido? ¿Sales a divertirte? ¿Haces deporte?

En España, el equipo médico de atención primaria dispone de siete minutos por paciente y diagnóstico. Hay, literalmente, 0,55 psicólogos/as por cada mil habitantes y diez psiquiatras por cada 100.000. En siete minutos, mi médica de cabecera ha determinado que padezco depresión. Sin embargo, no me deriva a salud mental. Considera que mi depresión no es lo suficientemente severa para ser atendida por el 0,00055 de psicóloga que me corresponde. No debo preocuparme. Si la cosa se agudizare, siempre podré esperar meses para ser atendida por la pestaña de una terapeuta.

Mi doctora es una doctora aviesa, de esas que siguen los protocolos; en la primera visita me receta Lorazepam. Me da una semana de baja y me recomienda descanso y deporte. Indica que me dará el alta dentro de una semana y me recomienda que intente dormir bien. Como si no lo intentase. Como si no lo intentásemos todas, cada día. Nosotras nos esforzamos y su sistema, con su tecnología, nos abate. El WhatsApp parpadea constantemente, el Telegram, el correo corporativo sincronizado en nuestro móvil, la agenda, el Google calendar, las noticias internacionales, los memes y los vídeos mainstream de YouTube. El Twitter se mete con nosotras en la cama, montándose un ménage à trois con Facebook y con nuestro insomnio. A la vez, golpean, simultáneas, las responsabilidades del día siguiente, los logros y devenires del día en curso, los errores de ayer que mañana subsanaremos. Tal vez el Lorazepam me haga dormir bien, pero dudo mucho que me permita descansar. Ni bien ni mal.

Ha pasado una semana. Han llamado de la mutua para que acuda a consulta. La sanidad privada debe ratificar el “no apta” expedido por la sanidad pública. La sanidad pública debe revalidar la baja. Yo debo haber mejorado. No lo he hecho. Habla la ectopia de mi doctora y me receta Sertralina. Yo me niego a tomarla y ella me chantajea:
—Si quieres la baja, tienes que tomar antidepresivos. Es el protocolo.

No he tomado Sertralina. No consumo Lorazepam. No voy a fingir que los tomo porque no quiero ser parte de unas estadísticas que no calculan.

El uso de antidepresivos en España se ha triplicado en los últimos diez años. Las mujeres duplican a los hombres en su consumo. En un alarde pseudocientífico, la curiosidad me obliga a estudiar el asunto más de cerca. Pregunto a mis amigas, a mis compañeras de trabajo, de militancia, a mis vecinas; pregunto en la sala de espera de mi consulta y en la cola del estanco. Interrogo a las mujeres en los grupos de WhatsApp. Interpelo a mi abuela. Casi todas han sido recetadas con su antidepresivo ideal. Casi todas son mujeres que, como yo, de una forma u otra, desafían al sistema y lo sostienen a la vez. Mujeres que, como yo, están agotadas, exprimidas, desde lo esencial, por un sistema capitalista y patriarcal que se esfuerza, cada día, en fabricarlas aptas.

El lunes me incorporé a mi doble jornada, arrastrada y mocosa, extrañamente triunfante. No tengo una depresión. Estoy, pura y simplemente, agotada y es mi espíritu crítico el que no me hace apta. Reivindiquemos la legitimidad de la tristeza que nos hace menos productivas porque necesitamos estar tristes, llorar y dormir 12 horas. Porque nos sobran los motivos.

El sistema no tiene derecho a drogarnos. El derecho a drogarnos es nuestro y debe ser ejercido de forma informada y consciente, acompañado con terapia y, siempre, bajo medidas y controles indispensables que garanticen nuestra seguridad. Sin chantajes. Seguiré esforzándome en mi inaptitud.

Texto publicado originalmente en El Salto.


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