Mi bici y la salud mental

Este texto tiene muy pocas aspiraciones. Tan solo, si acaso, conseguir establecer con quienes lo lean una complicidad que se encuentra lejos del lenguaje académico y de cualquier pretensión de generalizar. Voy a hablar de mi bicicleta, pero lo que quiero transmitir es que somos muchas las personas que podríamos hablar de prácticas u objetos a primera vista intrascendentes que nos ayudan con nuestras cabezas. Es decir, existe un conocimiento secundario, desconocido por lo general por los profesionales (cuando no desdeñado de manera directa), que está ahí, escondido en la resistencia cotidiana con la que hacemos frente a la hostilidad del mundo. Son todas esas cosas que nos sientan bien, que nos permiten lidiar con nuestra locura (con nuestra rotura, sea esta del tipo que sea) semana tras semana. En los grupos de apoyo mutuo o en talleres realizados en clave de primera persona por gente que sufre psíquicamente, sale una enorme multiplicidad de ellas: escuchar música (o escuchar determinado grupo de manera exclusiva en ciertas situaciones), cocinar, pasear, ver árboles (esto es algo que se comenta con bastante frecuencia y que quizás exija una reflexión profunda sobre los lugares donde vivimos), ver series, hablar por teléfono con una persona concreta, leer cómics, el activismo político, comer pizza, trabajar en una huerta, dibujar, mirar el mar, conversar, etc. Desde fuera, en ocasiones pueden parecer banalidades… no lo son, y quien lo piense puede dejar de leer y no perder más tiempo. Cuando estás jodido, bien sea por lo que sucede en tu cabeza o por la ingesta de drogas psiquiátricas a la que frecuentemente somos sometidos, no siempre es sencillo identificar qué es lo que te beneficia. Quizás ni siquiera tengas cerca gente que te conozca y pueda ayudarte en esa tarea. Los espacios mencionados sirven para compartir estrategias y poner sobre la mesa la existencia real de acciones que nos sientan bien. A partir de ahí se puede explorar libremente. Por supuesto, las condiciones objetivas de existencia que tiene cada cual son determinantes para poder hacer unas cosas y no otras; por ejemplo, si vives en una colmena, dentro de una gran urbe, el tema de la huerta o el paseo por la naturaleza se complica. Lo realmente curioso es que por lo general nadie menciona nada que cueste demasiado dinero, lo más habitual es que lo que nos ayude sea gratuito u exija unos recursos muy limitados. Otra cosa es el tiempo del que se disponga o no para poder llevar esas propuestas a cabo…

En mi caso concreto, quiero hablaros de la bicicleta. Como a casi cualquier persona con sentido común, el metro me sienta mal. Más a horas puntas. Al principio lo experimenté como un ejemplo de mi fragilidad, un signo de debilitamiento. Luego me di cuenta de que es algo generalizado… en el caso concreto de las experiencias psicóticas, el transporte público masificado es uno de los mayores estresores cuando se vive en una gran ciudad. Tranquiliza cuando lo escuchas de la boca de personas que tienen experiencias parecidas a las tuyas en Berlín, Londres o Nueva York. La bici fue inicialmente una alternativa al metro para ir a trabajar. Solo eso. Tras un par de experiencias muy desagradables (quizás algunos lectores conozcan lo que puede ser estar de cinco a diez minutos parado en mitad de un túnel dentro de un vagón atestado de gente) decidí probar. Poco a poco le fui perdiendo el miedo y descubrí que llegaba a la oficina menos cansado y con una cantidad notable de menos mala ostia. Tampoco voy a decir que pedalear a las ocho de  la mañana por el centro de Madrid sea lo mejor del mundo, pero es más razonable que descender hasta la línea 10 del metro cuando oyes voces en tu cabeza. De alguna manera rompí con la rutina adulta de metro-curro-metro e hice algo que siempre había hecho de pequeño: subirme a una bici para ir a los sitios. Crecí en un pueblo muy grande donde lo habitual era desplazarte al colegio, la biblioteca, el polideportivo, el supermercado o la casa de los amigos en bicicleta. Ese hábito se había quedado ahí, en la trastienda de mis recuerdos, como algo remoto, parte de una vida pasada, algo que casi veía con la distancia de una película. Y de repente estaba de nuevo montado en la bicicleta, concentrado para no ser engullido por la ciudad. Calculando las distancias entre coches, pensando en el momento preciso en el que cambiar de marcha para que no me duela mi maltrecha rodilla derecha o haciendo estimaciones sobre el tiempo que queda para que el semáforo se ponga en verde. Una persona me dijo por aquellas fechas que retomar cosas que nos gustaba hacer de niños es algo que siempre sienta bien. No creo estar en condiciones de poder hacer de esa afirmación una consigna universal, pero lo cierto es que de momento la comparto. Además, esas cosas que nos gustaba hacer tienen la peculiaridad de no ser productivas, lo cual constituye una de las principales razones por las que dejamos de hacerlas al crecer y zambullirnos en la vida proletaria. Y sin duda hay algo hermoso en ello… Parece que de adultos puede llegar a provocarnos cierta sensación de culpabilidad el dedicarnos a cuestiones como jugar a baloncesto (hay un consenso invisible que afirma que a partir de cierta edad uno solo puede jugar para mantener la forma física), leer alguna novela de poco calado que nos haga pasar un buen rato y que olvidamos en cuestión de semanas (de alguna manera es más fácil pensar que el tiempo del que disponemos hay que invertirlo, no derrocharlo, así que si nos da por leer, que sean cosas que generen un provecho intelectual) o simplemente sentarnos en un banco de un parque a ver pasar el tiempo (sin haber invertido esa tarde en realizar llamadas telefónicas, cumplir con compromisos sociales, etc.). Existe un proceso de contracción mental en la vida adulta, nos volvemos más burdos y estúpidos, reducimos la capacidad de goce y pasamos a formar parte de una sociedad que se define en clave de rendimiento. Sin embargo, las reacciones que pueden provocar estrategias vitales tan sencillas como desplazarse en bicicleta permiten tomar distancia y reconocer con cierta perspectiva cómica el tipo de mundo en el que vivimos, algo que también repercute directamente, y para bien, en nuestra salud mental. Por ejemplo, en el trabajo he escuchado algún comentario despectivo sobre el ir en bici (parece que soy mayor para esas cosas o que es poco serio el que cande la bici en la puerta de la oficina) y mi propio padre considera que es infantil y que debiera comprarme un coche (o dos o tres, seguro) para que mi pareja no me deje (el señor también lo ve poco viril). Descubrir pruebas objetivas de que a veces este mundo que tanto nos duele no merece que nos lo tomemos en serio puede llegar a ser muy gratificante.

La bici es mi equivalente a todos esos ejercicios de meditación y desarrollo de la atención plena que mi cabeza sabotea una y otra vez cuando intento practicarlos. Los pensamientos enquistados y las alucinaciones paran mientras me concentro con el objetivo de ir de A a B. Si en algún momento me encuentro mal (suele coincidir con días en los que he dormido poco), me paro con calma en algún semáforo y continúo a pie. Dispongo de rutas alternativas, más tranquilas aunque sean más largas. Sé en qué cafeterías puedo parar y cuáles son las calles donde puedo ir más a mi aire. Siempre voy a los sitios con tiempo de margen. Por otro lado, cada vez la cojo más simplemente para pasear. Busco itinerarios tranquilos y pedaleo. Apago el teléfono móvil y avanzo. Nada de gran deportista, solo paseos razonables. Algún día me animo y subo la intensidad, pero no hay ninguna perspectiva de reto personal ni nada semejante. Invierto también tiempo en el mantenimiento de la bici, en cambiarle piezas de segunda mano, en ajustarla (y en a aprender a hacerlo), en hacer que vaya a gusto cuando voy en ella. Un conjunto de tiempo que no esconde nada que no sea su mera utilidad real, ninguna simulación frente a terceros: se trata de un transporte eficiente y me sienta bien. Nada más. De buscar una alternativa al metro he acabado por encontrar una actividad que me gusta, que reconstruye los puentes que debería siempre haber entre lo que llevo sobre mis hombros y el resto de mi  cuerpo. En ocasiones incluso se convierte en una estrategia en sí misma para cuando me desborda la psicosis: pedalear sin que nada importe demasiado.

A su vez, montar en bici me ha llevado a realizar otros descubrimientos encadenados. Como que más allá de la pereza que me supone, el ejercicio me reconforta y ayuda a dormir. O que necesito periodos de desconexión con el teléfono móvil, al que estoy mucho más enganchado de lo que creía. Son solo ejemplos, pero creo que sirven para ilustrar lo que estoy intentando querer comunicar. Abrir puertas siempre es mejor que quedarse hundido en el sofá. En el peor de los casos se vuelven a cerrar y listo. En el mejor, encontraremos nuevas líneas de fuga con las que no habíamos contado inicialmente. En mi caso, una máquina tan simple como la bicicleta supone una ayuda mucho más efectiva que la mayoría de fármacos que he consumido (en términos generales, no estoy hablando de episodios puntuales), e incluso cuando la combino con otros recursos, como echarme pequeñas siestas, disponer de espacios donde poder compartir mi propia locura entre iguales o no exponerme a demasiados estímulos sensoriales, establezco un plan de contención que me permite convivir con mis experiencias psíquicas sin necesidad de andar drogado a todas horas. Ahí queda, por si a alguien le sirve para animarse a investigar posibilidades y alternativas.

Salud y fuerza.


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