Lo psicológico es político; de Joanna Moncrieff

Os dejamos con la traducción de un texto que, pese a tener algunos años, apunta de manera certera a la relación entre lo que se denomina «enfermedad mental» y el tipo de mundo que habitamos (definido por los parámetros de competencia y beneficio capitalistas y la mercantilización de la existencia). Fue inicialmente publicado por la autora The Ocuppied Times el 5 de Marzo de 2014, más tarde se tradujo y publicó en el boletín de la AMSM. Ahora lo subimos a Primera Vocal con algunas correcciones mínimas y una actualización de los enlaces internos que creemos que ayudan a mejorar su comprensión.

Desde un punto de vista social, la doble estrategia de exaltar el consumismo y aumentar el control social ha sido fundamental para el proyecto neoliberal. Consumismo y control pueden considerarse lados opuestos de la misma moneda. Se estimula a las personas a aspirar cada vez a un mayor nivel de consumo idealizado, a modo de imitación del estilo de vida de una elite de celebridades que aparece continuamente en los medios de comunicación y en las televisiones de nuestros salones. Ir de compras, lo que antes era entendido como un medio para un fin, se ha convertido en la principal actividad de ocio en el Reino Unido. Al mismo tiempo, y sin que parezca importar, cada vez más personas son excluidas del mercado laboral (a veces para siempre) por el traslado de las industrias a zonas con mano de obra más barata, mientras que muchas otras se ven atrapadas en trabajos con bajas remuneraciones y sin ninguna perspectiva de progreso posible. Grandes segmentos de la población solo pueden acceder a este estilo de vida, ampliamente publicitado a través de medios ilegales. Una sociedad extremadamente desigual, orientada al consumidor, tienta a la gente a saltarse la ley, como se pudo ver en los disturbios de Londres y otras ciudades inglesas en el verano de 2011.

El neoliberalismo necesita ampliar sus mecanismos de control social para vigilar el caos y la fragmentación social que producen sus políticas. La cantidad de población reclusa ha crecido en muchos países occidentales, llegando a proporciones asombrosas en los Estados Unidos. En el año 2011 el 0,7% de la población de EE.UU estaba en la cárcel, y sumando los que estaban en la cárcel, en libertad condicional o preventiva se llegaba a la cifra del 2,9% de la población. Entre los afroamericanos, un 7 % de los varones estaban en la cárcel y se estima que uno de cada tres lo estarán en algún momento de su vida. David Harvey [N.T: geógrafo y antropólogo británico, autor de Brief History of Neoliberalism, 2005, publicado en castellano por Akal dos años más tarde] señala que «en los EE.UU la encarcelación se ha convertido en una estrategia de Estado clave para hacer frente a los problemas que surgen entre los trabajadores desechados y las poblaciones marginadas». Las tasas de población reclusa también se han incrementado en el Reino Unido, doblando casi las de principios de los noventa.

El doble objetivo de aumentar el consumo y controlar a los expulsados de la redistribución de la riqueza se ve reforzado por las nociones modernas e individualistas de salud y enfermedad mental. Incluso antes de la era de la jerga neurocientífica [N.T: neurobabble en el original], la idea de «enfermedad mental» ubicaba los problemas de comportamiento y de las emociones dentro del individuo, por lo general en un cerebro defectuoso, pero también en mecanismos inconscientes o en estructuras cognitivas defectuosas. De esta manera, la naturaleza compleja de cómo las personas se relacionan entre sí y con su entorno quedaba disociada de su contexto social. En los últimos años se sostiene que la neurociencia puede explicar casi todas las actividades humanas: desde la economía hasta el gusto por la literatura. Estas ideas se ajustan bien al pensamiento neoliberal, con su énfasis en el individuo y su aversión por la «sociedad».

El concepto de enfermedad mental es útil en parte, ya que proporciona una justificación convenientemente elástica para el control y confinamiento que complementa el sistema de justicia penal. Una vez que alguien es etiquetado como enfermo y necesita tratamiento, casi cualquier intervención puede ser justificada. Desde el momento en que el comportamiento extraño, inquietante y ocasionalmente perturbador que llamamos enfermedad mental, se atribuye a una enfermedad del cerebro, sus orígenes y significados ya no tienen que ser entendidos. Dicho comportamiento simplemente tiene que ser corregido: con medicamentos, terapia electroconvulsiva (TEC) o cualquier otra cosa que se necesite. Las consideraciones normales de la autonomía del individuo pueden ser obviadas. En la ley de la Salud Mental, la «salud» triunfa sobre la libertad.

Las políticas neoliberales se reproducen en la comunidad que ya no tiene los recursos o la motivación para dar cabida a la diferencia. En la medida en la que las personas son desplazadas cada vez más de la familia y amigos, en la que las redes de apoyo social se colapsan y el trabajo se convierte en precario, la integración social que ayudaba a algunas personas a resistir presiones emocionales en el pasado, a menudo, ya no existe. Las instituciones psiquiátricas son requeridas para gestionar las consecuencias, y el lenguaje de la enfermedad mental permite que esto se haga sin revelar la descomposición social que se encuentra en su raíz.

En Inglaterra, más de 50.000 personas fueron ingresadas de forma involuntaria en una institución psiquiátrica durante el año anterior a abril de 2013, un 4% superior al mismo periodo de 2010 a 2011, lo que representa un incremento del 14% desde abril de 2007. Esto sucede a pesar de los fuertes incentivos financieros y políticos para reducir el uso de camas de hospital. La idea de que las alteración mental es una «enfermedad» que es fácilmente susceptible de ser tratada también ha permitido la extensión del control más allá del hospital, en la misma comunidad. En el año 2008, las Community Treatment Orders (CTO) [N.T: equivalente al Tratamiento Ambulatorio Involuntario (TAI) en España] fueron introducidas en Inglaterra y Gales, lo que permite que los pacientes sean tratados contra su voluntad fuera del hospital, incluso si no tienen «síntomas» de ningún tipo. Las CTO no requieren que las personas tengan un historial previo de violencia o «tendencias suicidas». Una CTO puede aplicarse simplemente sobre la base de que, sin tratamiento, la persona presenta un riesgo para su propia “salud”.

Cuando se introdujeron, se estimaba que se aplicarían unas 450 CTO por año. La realidad es que en un año y medio (desde su inicio hasta abril de 2010) se realizaron aproximadamente 6.000. El uso de estas órdenes sigue creciendo, con un aumento del 10% durante el año comprendido entre abril de 2012 y el mismo mes de 2013. Las CTO casi siempre estipulan que el individuo tiene que recibir tratamiento con fármacos que no quiere y no le gustan. Potencialmente, alguien puede ser obligado a recibir estos productos químicos que alteran la mente para el resto de su vida, incluso teniendo plena capacidad para tomar decisiones sobre su tratamiento.

Además de ayudar al sistema penitenciario a  lidiar con las consecuencias de las políticas neoliberales en la estabilidad individual y cohesión de la comunidad, la, más mundana, medicalización de la infelicidad también ha sido impulsada por el proyecto neoliberal. La promoción de la idea de que la depresión es un problema médico común causado por un desequilibrio de algunas sustancias químicas del cerebro ha ayudado a desplazar la responsabilidad por el sufrimiento y la angustia del territorio social y económico al individuo y su cerebro. La masiva prescripción de antidepresivos refuerza la idea de que son los individuos los que necesitan arreglo, pero también las soluciones psicológicas, como la CBT (terapia cognitivo-conductual), pueden también perpetuar esta forma de pensar.

Algunas de las razones por las que muchas personas se identifican actualmente como «deprimidos» tienen probablemente el mismo origen que los factores que han llevado al incremento de la población reclusa —el hecho de que se nos anima a desear lo que no podemos conseguir fácilmente. El sociólogo Zygmunt Bauman habla de cómo el consumismo impulsa la aparición y mantenimiento de sentimientos de insuficiencia y ansiedad. No se puede permitir que la gente se sienta satisfecha. Siempre debe de existir un persistente descontento que conduzca a consumir más, junto con un temor de convertirse en un «consumidor fallido». Para muchos, el trabajo se ha convertido en un lugar de incesante presión, inseguro y poco gratificante, y como las demandas de mayor productividad y eficiencia incrementan, cada vez más personas están excluidas de la fuerza de trabajo, ya sea por enfermedad, discapacidad o elección propia.

La deuda, al igual que el crimen, se utiliza para llenar la brecha que existe entre las aspiraciones y los ingresos. Pero con las deudas viene el estrés, la ansiedad y los sentimientos de vulnerabilidad y pérdida de control. Hay muchas posibilidades para fallar, y el «éxito» es cada vez más improbable.

La proliferación y expansión de los trastornos mentales crea innumerables posibilidades de fracaso. En la medida que las oscilaciones del estado de ánimo, la atención inadecuada o la excesiva timidez son patologizados, se fomenta que cada vez más y más gente crean que ellos mismos necesitan ser «reparados». Al igual que la cirugía estética promueve el ideal imposible de la eterna juventud, la promoción de la salud mental sugiere que hay un perfecto estado de salud mental al que todos debemos aspirar y que tenemos que trabajar en nosotros mismos para lograrlo. Se fomenta que la gente viva en un perpetuo estado de frustración y decepción consigo mismos, cuyas raíces deben buscar en su interior, para que no se piense en cuestionar la naturaleza de la sociedad en que vivimos.

Las ideas sobre la naturaleza de la salud mental y las enfermedades mentales están intrínsecamente ligadas a las condiciones sociales y económicas en las que aparecen. El neoliberalismo y su «no existe tal cosa como la sociedad» han ayudado a producir un monstruo biológico que subsume todas las áreas de la actividad humana dentro de un paradigma neurocientífico y, al hacerlo, destierra toda la tradición filosófica que reconoce la experiencia humana como irreductiblemente social. Solo podemos empezar a cuestionar esta visión empobrecida de la humanidad cuando comprendamos sus funciones políticas y los fines a los que sirve. ¡Lo psicológico es político!


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