“Lo llevamos a la playa para que se le quitara la paranoia”

“Lo llevamos a la playa para que se le quitara la paranoia”. Esta es la frase terrible pronunciada por uno de los policías imputados en la muerte de un vecino del barrio de Las Seiscientas, en Cartagena.

La paranoia parece consistir en el miedo experimentado por Diego Pérez, de 43 años, a quien los medios describen como una persona querida en su entorno, diagnosticada de esquizofrenia, consumidor ocasional de alguna sustancia tóxica y beneficiario de una escasa paga social. La madrugada del 11 de marzo telefoneó a la policía para avisar de que una familia le había amenazado de muerte. Al parecer le acusaban del robo de dos bicicletas. Eran las 4:39 a.m.

La policía acudió a su domicilio y nunca más se supo ni de él ni de su miedo.

Su cuerpo se encontró 15 días más tarde flotando en Cala Cortina, una playa retirada de la ciudad. Los forenses fueron rotundos. Diego Pérez estaba muerto cuando fue arrojado al mar, y dicha muerta fue violenta. Homicidio. Hubo fractura de vértebras cervicales, pérdida de ojo derecho e indicios de golpes en otros muchos lugares del cuerpo.

Todo parecía apuntar a un ajuste de cuentas. Sin embargo, el 9 de octubre ingresaron en prisión media docena de policías nacionales acusados de causar la muerte de vecino cartaginés. Finalmente las bicis no fueron el origen de ningún altercado. La violencia viajó en coche patrulla directamente desde la comisaría. Un testigo especificó que tres coches y seis agentes se llevaron a Diego Pérez, dejando la puerta de su casa abierta y las luces encendidas. Las cámaras de tráfico grabaron el macabro itinerario hasta Cala Cortina. La triangulación de los móviles especifica que los agentes estuvieron allí sobre las 5 de la mañana.

En la investigación se colocaron micrófonos ocultos en distintos coches patrulla (algo que descubrió y denunció enfáticamente un sindicato policial). Diferentes medios de comunicación han recogido algunas de las escalofriantes conversaciones entre agentes. Conversaciones que no versaban sobre el hecho investigado, sino sobre un día a día lleno de palizas, amenazas y fanfarroneos varios. Jóvenes pistoleros cabalgando la ciudad, uniformados con placa disfrutando de los privilegios que otorga el monopolio legar de la violencia. Este no es lugar donde tiene sentido hacer un inventario de las mismas. Con una muestra es suficiente: “Hubo unas señoras torturas. […] No veas… Hubo sangre. Estuvo muy bien, yo lo pasé muy bien…» (y lo peor, es que todavía no se sabe de quién estaban hablando).

Buscamos “policía” en el diccionario: Cuerpo encargado de velar por el mantenimiento del orden público y la seguridad de los ciudadanos, a las órdenes de las autoridades políticas.

Releemos las noticias. Nos cruzamos con alguna patrulla en el camino de casa al trabajo. Algo no funciona, ¿cierto? Es ese cosquilleo interno que mezcla el miedo, la indignación, el asco y la rabia. ¿Es esto “paranoia”?, ¿o padecemos un “trastorno disocial”? ¿Tiene sentido no fiarse de la policía? ¿Tiene una base real ese sentimiento? ¿Dónde anida la psicopatología…?, ¿en dudar de las garantías que presumiblemente ofrece el orden establecido o en el propio funcionamiento de dicho orden?

En esta ocasión la cosa parece que se les ha ido especialmente de las manos, pero no es la primera vez que la gente se muere en circunstancias poco claras baja custodia policial. Tampoco es novedad el que esto suceda con una persona diagnosticada. Los seis policías han admitido que se saltaron cualquier tipo de protocolo existente y decidieron llevar de madrugada a Diego Pérez a una playa para que “se quitara la paranoia”.

Ese es el saber hacer de los sujetos que velan por la seguridad de sus conciudadanos. Y esa es su gestión de una situación en la que media la salud mental. El resultado arroja luz sobre las propias miserias de una sociedad que siempre mira hacia otro lado. Especialmente cuando la tragedia acontece en sus propias entrañas. El primer movimiento del resto de compañeros fue arropar a los detenidos. No ha habido condenas públicas ni manifestaciones de rechazo. La policía es uno de los grupos humanos más corporativistas que existen. Algo ha fallado y se ha rebasado el umbral de la trastienda donde la muerte campa a sus anchas, pero, ¿cuántas veces más quedamos sordos y ciegos frente a violencias de este tipo?

Sin duda hay algo perverso en todo este caso, algo que trasciende el hecho puntual. No se trata de manzanas podridas, ese cuento se ha contado demasiadas veces. Se trata de algo estructural. Barrios marginales, tratamientos psiquiátricos y descerebrados armados con balas e impunidad.

En España, hablar de protocolos reales y efectivos en el tratamiento que las fuerzas de orden público dan a incidentes donde se encuentran involucradas personas diagnosticadas (o que evidencian algún tipo de experiencia psíquica fuera de lo normal) es una quimera. Todo queda en manos de los señores agentes. Individuos que no necesitan demostrar demasiadas competencias para un empleo siempre al alza (la ausencia de puestos de trabajo en una sociedad suele implicar el aumento de funcionarios policiales) y cuya estabilidad psicológica no es comprobada en ningún momento. Hasta que la realidad no evidencie lo contrario, las personas que manifestamos “comportamientos inusuales” o que simplemente hemos sido suscritos a alguna categoría diagnóstica somos ciudadanos de segunda para la policía. Algo parecido al caso de las personas migrantes. Sujetos en un estado permanente de sospecha.

A Diego Pérez se le pasó la paranoia al dejar de respirar.

Sabemos que este texto es completamente alarmista. Lo es de manera deliberada. O damos la voz de alarma, o las pesadillas teñidas con luces azules seguirán visitándonos de tanto en tanto…

“Orden público” es un concepto demasiado laxo. Gritar y temblar puede suponer un quebranto del mismo (mientras que estafar ancianos al amparo de una entidad bancaria no lo es). Por tanto, y teniendo en cuenta las capacidades y sensibilidades habituales de los agentes que patullan nuestras calles, lo mejor es prevenir y tratar de impedir en la medida de lo posible la presencia de las fuerzas de orden público cuando se producen episodios de sufrimiento psíquico. Es algo que se puede hablar con el entorno más cercano, de manera que llegado el caso se disponga de unos recursos mínimos con los que gestionar la situación. En este país se llama a la policía para todo, y está demostrado empíricamente que no sirve para todo. Saber a quién llamar o qué hacer cuando una situación comienza a hacerse insostenible evita improvisaciones peligrosas.


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