La terapia como cultivo de la impotencia (reseña de «Therapy Culture. Cultivating vulnerability in an uncertain age», Frank Furedi); de Marina Garcés

Esta reseña forma parte de los contenidos de La sociedad terapéutica (2007), monográfico publicado por Espai en blanc. Se trata de un breve texto al que hemos llegado buscando materiales a partir de la lectura de En el ring del malestar: terapia versus política, un artículo de María Zapata que ha abierto un debate que consideramos pertinente y necesario.

Uno de los principales problemas que debemos afrontar cuando nos planteamos la relación entre terapia y política es el de su ambivalencia. Por un lado, la terapia se vislumbra como un nuevo dispositivo de control capaz de atravesar todas las dimensiones de la vida social hasta llegar hasta lo más recóndito de nuestras almas. Por otro, toda politización de la existencia que parta de un cuestionamiento radical de la propia vida tiene algo de terapéutico. Es difícil salir de este doble filo de lo terapéutico. Por eso los trabajos reunidos en este volumen colectivo de Espai en Blanc lo que se proponen es explorar esta ambivalencia.

El libro de Frank Furedi, titulado Therapy Culture. Cultivating vulnerability in an uncertain age, tiene la virtud y el inconveniente de saber cortar esta ambivalencia y llevar hasta el final el análisis de uno de sus dos extremos. El autor, un conocido sociólogo británico traducido a múltiples idiomas pero ausente del panorama hispánico, opta por denunciar declaradamente la cultura terapéutica como la institución de un nuevo régimen de control social. Frente a quienes ensalzan las promesas de autonomía y autorrealización del individuo anunciadas por el giro terapéutico, Furedi muestra que la cultura terapéutica pone a funcionar un dispositivo de coerción y de control que no necesita del castigo porque se basa en el cultivo de la propia impotencia y vulnerabilidad en un mundo percibido como crecientemente amenazante. Ésta es la paradoja y la trampa de la cultura terapéutica en la que nos hallamos instalados: con el lenguaje de la autorrealización y de la plenitud del yo, la cultura terapéutica promueve el sentido íntimo de la autolimitación y de la dependencia. Nos invita a mirar hacia uno mismo para que podamos descubrir nuestros déficits e incapacidades y reconocernos en ellos.

«La cultura terapéutica cultiva la impotencia». En esta frase se resumiría la tesis que Frank Furedi nos invita a analizar pormenorizadamente, en un trabajo que no tiene como objeto el análisis de las terapias en sí sino de lo terapéutico como ethos o modo de pensar, como sistema de sentido que actualmente organiza, junto a otros, la estructura de la realidad. Furedi trabaja a partir de una extensa bibliografía y de innumerables estudios empíricos que demuestran hasta qué punto el giro terapéutico es autoconsciente, por lo menos en el mundo anglosajón. No es una observación anecdótica. Lo terapéutico ha puesto una enorme ingeniería social a trabajar. Desde múltiples campos de las ciencias sociales, la teoría política, la neurología o la psicología se ha puesto en marcha un giro hacia el yo que lo entrega a una nueva percepción de sí mismo.

La autopercepción del yo ya no pasa, como en la modernidad, por el ensalzamiento del racionalismo, sino del emocionalismo. El lenguaje emocional establece un nuevo campo de juego en el que desaparece todo horizonte social. En este campo de juego nos encontramos al individuo como único protagonista de los acontecimientos y de los conflictos. Este individuo, sin embargo, ya no es el individuo omnipotente de la modernidad, sino un yo que, según el análisis de Furedi, se ve «disminuido» y siempre «en riesgo». Son las caras subjetiva y objetiva de un mismo proceso que es el cultivo terapéutico de la impotencia. En el declinar de los sentidos compartidos (lo comunitario, la tradición, la religión, la moral y la política), la incertidumbre pasa a ser gestionada por una cultura del emocionalismo que pone al individuo como sujeto de múltiples carencias y objeto de innumerables amenazas. Con ello, se abre la puerta a una nueva colonización del mundo de la vida que transforma de raíz el escenario político moderno: paradójicamente, la cultura terapéutica no sólo desvaloriza el ámbito de lo público, sino que tiene como objetivo desorganizar la esfera privada y las relaciones informales. En la cultura terapéutica no hay refugio ni intimidad posibles. No hay opacidades para el poder. La vida cotidiana se ha profesionalizado en todos sus momentos y dimensiones, hasta el punto de que ya nadie se atreve a vivir por sí mismo. Escuelas de padres, consultores matrimoniales, entrenadores personales, etc: tomar decisiones sin el referente de un experto da miedo. Este miedo es la principal arma de la cultura terapéutica: el miedo que nos tenemos a nosotros mismo cuando no seguimos las pautas que nos ofrece el terapeuta. El miedo que tenemos a fallar y a no saber, por un lado; el miedo que tenemos a no saber responder a las contingencias, por otro. El rol de enfermos se ha normalizado, porque un ser emocional siempre es deficitario.

La naturaleza deficitaria del yo emocional se percibe con claridad en el mito cultural que la cultura terapéutica ha puesto en el centro de la vida, tanto individual como colectiva: la autoestima. Es el eje vertebrador de una relación con la vida que identifica al yo con unos estados de ánimo provocados por la imagen especular que tiene de sí mismo y al nosotros con el sentimiento provocado por la lógica de la identidad y el reconocimiento. Furedi muestra, en un análisis muy interesante, cómo el auge de las políticas de la identidad y del reconocimiento son la extrapolación social de la cultura terapéutica. La colectividad que se organiza en función de la demanda de reconocimiento es el equivalente del yo que da significado a su vida a partir de la emisión de un diagnóstico por parte de un experto. Con ello, Furedi abre un interesante campo para una nueva evaluación de las esperanzas emancipatorias que la última teoría crítica y una parte importante de los movimientos sociales habían puesto en esta realidad política tan característica del capitalismo tardío.

Furedi, con su análisis, no deja margen de duda: la relación terapéutica es la que efectúa la dialéctica de la separación / reintegración en una sociedad de individuos que han aprendido la propia impotencia. La terapia, con su giro hacia el yo, normaliza el extrañamiento y a la vez nos socializa en tanto que seres vulnerables y amenazados. Eso es lo que nos enseña la historia contada hoy por sus víctimas sobrevivientes, la realidad social de las minorías amenazadas y la experiencia cotidiana de nuestras existencias precarizadas y dependientes. No hay germen de lucha en lo terapéutico. Como afirma Furedi, la terapia no es hoy una herramienta de transformación sino de supervivencia. Nos hace reconocer nuestros problemas e identificarnos con ellos en vez de superarlos.

Decíamos que la claridad del análisis de Furedi es su virtud y su inconveniente. La disección que propone de la cultura terapéutica es contundente e iluminadora. Desmonta falsos mitos y tibiezas sentimentales. La terapia como dispositivo de control queda expuesta a la luz de cualquier sombra de duda. Sin embargo, nos queda la pregunta: ¿dónde, entonces, vislumbrar los procesos de resistencia a este mismo dispositivo de control terapéutico? ¿Hay un afuera de la terapia? ¿Cómo arrancar al yo de su propia vulnerabilidad? La cultura terapéutica propone autolimitación. No le interesan los héroes sino las víctimas. No nos invita a transformar el mundo sino a sobrevivir. ¿De dónde arrancar las fuerzas para emprender una lucha efectiva contra esa forma de control social que nos ha engullido en nosotros mismos y en nuestra impotencia? Furedi no da pistas en este sentido y la contundencia del análisis conduce a desearlas vivamente. Hay autores, bien conocidos, que frente a esta deriva terapéutica del capitalismo proponen un paso atrás hacia los espacios políticos modernos: el espacio público y el ejercicio de la ciudadanía. Pero cualquier crítica que no se contente con horizontes reguladores tiene que partir de la materialidad de sus condiciones de vida actuales. Éstas han sido bien descritas en el libro de Furedi. Por tanto, no hay en nuestro futuro próximo otro protagonista que este yo disminuido, que no tiene sino su propia vulnerabilidad y su anhelo de autonomía. Quizá su existencia no es tan coherente como la describe Furedi. Quizá la cultura terapéutica entraña contradicciones que escapan a su sibilino control. Quizá este yo no tenga toda la capacidad de autocontrol y autolimitación que se le exigen. ¿Y entonces? ¿Qué ocurre entonces? Está en nuestras manos explorarlo.


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