El apocalipsis ya fue; de Amador Fernández-Savater

Proliferan por todas partes los discursos colapsistas. El anuncio repetido del final de nuestra civilización (o del mundo) por una serie de catástrofes en cadena: suministros, guerras, epidemias. El llamamiento a la “emergencia climática” que quiere convertir la angustia (eco–ansiedad y depresión verde) en acción.

De alguna manera el colapsismo reedita el “discurso del fin” del marxismo clásico, pero en clave verde. El límite que determinará la caída de todo el sistema ya no es interno a la dinámica del capital (crisis cíclicas cada vez más severas), sino externo: la lógica de crecimiento infinito choca con la finitud misma del planeta.

¿Cuándo será el Big Crunch, la gran implosión? ¿2030, 2050? Esos cálculos recuerdan a los que entretuvieron tanto tiempo a los teóricos marxistas del siglo XX que rivalizaban por pronosticar el momento exacto del hundimiento definitivo del sistema. Pero, ¿y si el apocalipsis ya fue?

Hemos perdido el Cosmos

Es la idea que defiende el famoso escritor inglés D.H. Lawrence en su ensayo sobre el libro bíblico del Apocalipsis escrito por Juan de Patmos.

La verdadera catástrofe, la que determina todas las demás según Lawrence, es la costumbre que hemos adquirido de vivir como si no estuviésemos en el mundo. Y adquirimos esa costumbre como hace dos mil años.

La muerte del paganismo implicó la muerte del Cosmos, que es como Lawrence llama a un tipo de relación amorosa con el mundo. Creer que cada cosa está habitada por un dios implica considerar que cada una es concreta y singular, que tiene valor en sí misma y por sí misma, que nos solicita una escucha y un cuidado específicos.

Los dioses diseminados por el mundo, siempre en movimiento, siempre de paso, impedían que las cosas fuesen tratadas como simples cosas: como utilidades, medios de fines, objetos de cálculo.

Primero con la aparición de la razón desencarnada y luego con el cristianismo, se produce un corte. El corte entre lo sensible y lo inteligible. El espíritu reina desde entonces sobre la materia. Los vínculos dejan de ser amorosos y se vuelven instrumentales. El mundo deja de estar en nosotros y nosotros en el mundo. Las cosas ya no nos tocan, no nos mueven, no nos conmueven: son objetos a acumular, recursos a explotar, experiencias a consumir, paisajes que turistear.

“Las conexiones se han roto”, constata Lawrence, “los centros sensibles están muertos”. La facultad de relacionarse con el mundo de manera no instrumental radica en nuestro cuerpo, capaz de afectar y dejarse afectar, capaz de amor. El apocalipsis es el asesinato “del amante que hay en nuestro interior”, la sensibilidad que puede conectar con la fuerza o la virtud singulares de cada cosa (con su “dios”).

Lo que así nace es el individuo y el individualismo: un fragmento separado del mundo, una conciencia aislada del cuerpo, una máquina de calcular. La libertad pagana es una libertad relativa: en relación a algo, relacional. La libertad del individuo es absoluta: poder hacer lo que quiera, abstrayéndose de la materialidad de los afectos, los vínculos y los territorios. Libertad de no amar, de no vincularse, de conectar y desconectarse sólo según el interés.

Cada una de las catástrofes que nos acontecen desde la pérdida del Cosmos es sólo una réplica del primer gran terremoto: la instauración de la relación instrumental con el mundo.

El proyecto de las cosas

En nuestros días, una pensadora como Rita Segato despliega un discurso en el que podemos encontrar resonancias con Lawrence, desarrollado no por casualidad desde las tramas vitales del feminismo comunitario o popular. Aquel interesado no sólo en las libertades absolutas del individuo, sino sobre todo en las libertades relativas de los vínculos.

El patriarcado es la estructura de poder más antigua, piensa Segato, las demás la replican. ¿En qué consiste? En un mandato, el mandato de hacernos dueños de las cosas del mundo. El mandato de masculinidad es un mandato de dueñeidad (en primer lugar del cuerpo de las mujeres).

La modernidad capitalista retoma, acelera y extiende el proyecto de desvitalizar el mundo y convertirlo en cosa adueñable. En el corte brutal entre lo sensible y lo inteligible, lo sensible queda depreciado (es impuro, engañoso, caótico) y lo inteligible se identifica con el cálculo. La materia queda despojada de su vibración propia, de su principio inmanente de movimiento y autoorganización, de su “divinidad”.

La violencia que estalla hoy por todas partes es el producto de esta pulsión propietaria. Una “pedagogía de la crueldad” se hace necesaria para educarnos a tratar el mundo como mercancía, como objeto adueñable (y a gozar con ello). Trata y explotación sexual, violencia contra los migrantes, agresión conquistadora y predatoria… La pedagogía de la crueldad busca enseñarnos a “poner a distancia” el mundo para sojuzgarlo, controlarlo, explotarlo. Insensibilizarnos.

Los movimientos de mujeres son subversivos porque rechazan el “deseo mimético” –oponerse al adversario copiando sus métodos y queriendo en el fondo lo mismo– y encarnan otro paradigma. El del proyecto de los vínculos. No la búsqueda de una utopía o el modelo de lo que debe ser, sino la capacidad de actuar aquí y ahora. No el principismo ideológico abstracto, sino la facultad de improvisar y atender necesidades concretas. No el tiempo apocalíptico del instante decisivo, sino el tiempo de los procesos de la vida.

Reanudar, re–anudarse

El Fin ya fue, ahora toca “reanimar los centros sensibles” (Lawrence), “repoblar el mundo de vínculos” (Segato).

La razón apocalíptica es pasión de absoluto: solución final, nuevo comienzo radical. Pero el Fin nunca llega, la catástrofe nunca es tan total como esperábamos. Por eso, como decía el filósofo francés Maurice Blanchot, “el apocalipsis decepciona”. Se desilusionan sólo quienes vivieron de ilusiones.

 

Todo o nada, aquí o ahora, victoria o muerte: también la revolución se pensó en el siglo XX como apocalipsis, con resultados desastrosos. Porque no hay Fin, no hay ningún final de la Historia, no hay última palabra, la pelea es interminable: la vida recomienza todo el rato. La temporalidad emancipadora es la del proceso, la del continuo, la de lo interminable.

Recomenzar no es repetir, sino partir de lo que hay y crear algo distinto. Toda creación es recreación. Nada de lo que fue está realmente concluido, se puede prolongar siempre. Reanimar y reactivar las potencias del pasado. Aprendamos de las comunidades indígenas que vivieron su propio fin del mundo hace 500 años y resisten, insisten, siguen existiendo.

El miedo al Fin no activa, sino que disuade. La catástrofe por venir paraliza. Hoy es el método mismo de gobierno: “Nosotros o el caos”. Hay que oponer, al imaginario apocalíptico del Fin, una lógica de la reanudación. Del recomienzo y la reconexión. El apocalipsis ya fue. Ahora es tiempo –siempre es tiempo– de reanudar con la vida. Habrá futuro por añadidura.


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