¿Locura o enfermedad mental?, de Harold Heyward

Un texto de 1971, en el que Harold Heyward busca el eslabón que une la opresión de la máquina con el individuo oprimido a quien se coloca el título de esquizofrénico. Para probar sus hipótesis, el autor escogerá las historias clínicas de Kraepelin, llevándonos, por unas páginas salpicadas de ironía, a preguntamos si realmente era necesario para Kraepelin y la psiquiatría alemana descubrir la esquizofrenia. A partir de ahí se desata una cadena de reflexiones e interrogantes… ¿No será la sustitución de la palabra persona por el vocablo enfermo algo más que una simple cuestión de gramática? ¿No será la esquizofrenia un término de invalidación social y personal? ¿No implicará la comprensión de la persona afectada un desmantelamiento ideológico de la enfermedad mental? ¿No actuarán los médicos como depositarios de una responsabilidad social cuyo fin es mantener una forma convencional de comportamiento y experiencia?…

¿LOCURA O ENFERMEDAD MENTAL?

Harold Heyward

EL PROBLEMA

Si los padres de un joven maoísta me expresasen sus temores por su hijo y me pidiesen examinarle antes de que hiciese cualquier tontería, no me costaría ningún trabajo establecer de antemano el cuadro nosológico que le fuese apropiado. El contraste entre el ejemplo y los llamamientos que propugnan la persuasión y la acción colectiva, y por otra parte la violencia minoritaria, ¿no es un buen ejemplo de discordancia? Con la ayuda de las contradicciones y las inconsecuencias normales de la adolescencia, no es dudoso que el diagnóstico «a priori» de esquizofrenia convendrá perfectamente «a posteriori».
Pero si el interesado viene, efectivamente, a consultarme en respuesta a un vago temor, o por el deseo de tranquilizar a sus padres, es evidente que mi diagnóstico le quitará toda posibilidad de rebelión. Él mismo dudará de su integridad, sus compañeros, convenientemente advertidos por sus padres, considerarán como un deber excluirle, etc. Mi tentativa de proteger a un «desviado» contra los excesos de la rebeldía o de la represión será un medio soberanamente eficaz de reprimir su propia rebeldía.
Este puede ser el momento de dudar, de plantearme ciertas cuestiones. Bajo el pretexto de salvaguardar, de obedecer a una vaga piedad, me hago cómplice del terror. Un psicoanalista, quizás, no vería ahí más que el solo terror de la integridad del «yo», pero yo me veo obligado a atravesar ese «yo» para allí descubrir la internalización del terror represivo de la sociedad.
Y la propia comodidad de mi diagnóstico prefabricado vuelve a poner en entredicho el valor nosológico de la esquizofrenia misma. La sospecha me la produce el que se trate de una entidad realmente demasiado cómoda, demasiado conformista, demasiado fácilmente utilizable para fines no médicos. A menos, y esto es evidente, que no hubiese tenido jamás fines realmente médicos…

LA CUESTIÓN

Me sorprendo al preguntarme de dónde viene la noción de esquizofrenia. Sé, naturalmente, como todo el mundo, que se trata de una silueta alemana vestida por un gran costurero suizo, pero, en definitiva, no sé nada de sus ascendientes. ¿Dónde estaban los esquizofrénicos antes de Kraepelin? Debemos hallarlos en Morel o Esquirol.
Ahora bien, se pueden compulsar todos los grandes nosólogos franceses del siglo XIX, y no se encontrará ni una sola palabra concerniente a la esquizofrenia. Hasta la famosa demencia precoz de Morel no es más que una encefalitis. Se la cree encontrar en el apartado de las «locuras morales», pero este cuadro corresponde mejor a las personalidades psicopáticas de hoy día. ¿Dónde están, pues, los esquizofrénicos de antaño?
Al releer a Regis o a Christian se tiene la sospecha de que sus honestas referencias a Morel o a Esquirol no son más que tentativas xenófobas de dar antecesores franceses a un descubrimiento alemán, lo mismo que otros han querido hacer el ejército prusiano de descendientes de hugonotes franceses exiliados.
Bien entendida, esta laguna podría provenir de una carencia clínica de los alienistas franceses. Pero realmente…, ¿un Esquirol o un Morel podían estar ciegos hasta ese punto?
Veamos ahora otra enfermedad: la manía, por ejemplo. Aquí todo vuelve a ser transparente. Pues desde Areteo hasta Biens-Wanger reconozco los enfermos. Me sorprendo exclamando ante el hallazgo de uno, ante la torpeza del otro… «Claro, está bien»… «No, tú te equivocas»… Hablamos todos de lo mismo, con el mismo lenguaje. Estos eran los famosos clínicos…
¿Entonces cómo explicar la extraña ausencia de la esquizofrenia sino suponiendo que no existía, que apareció como una nueva enfermedad hacia finales del siglo XIX?

LA HISTORIA NATURAL

Kahlbaum fue quien describió en 1863 los primeros casos de esta extraña afección, bajo el nombre de Parafrenia Hebética (1). No he podido descubrir de dónde sacaba sus clientes, pero me gustaría que fuese de Gorlitz, en la encrucijada de los mundos germánico y eslavo; rebeldes oprimidos y opresores seguros de su derecho.
A decir verdad, fue necesaria la catatonia (2) para que la atención médica se inclinase sobre este nuevo mal que, por aquel entonces, tardó sus buenos veinte años en llegar a Heidelberg y su nosólogo: Kraepelin. En esta época (1894) se encuentran algunas trazas de la demencia precoz en San Petersburgo, muy pocas en Viena, ninguna en Inglaterra, Francia e Italia y algunos casos en América.
Luego, bruscamente a partir de Munich (donde se estableció Kraepelin), el mundo germánico y su derivado, el mundo anglófono, fueron invadidos. Se diría una epidemia, cuyo virus seguía caminos esencialmente lingüísticos y culturales.

LA SOSPECHA

Y ante esta extensión «antinatural», que evitó Francia durante mucho tiempo, tuve la sospecha de que la Demencia Precoz (3) fue inventada por los alemanes para luchar contra la revolución francesa, para poner a los jóvenes revolucionarios al amparo de un diagnóstico que les condenaba a la demencia, para disfrazarles con una enfermedad mental que les impediría hacer locuras.
Me imagino, en definitiva, que los psiquiatras alemanes se encontraban en mi caso. La única diferencia de talla reside en que yo dispongo del cuadro nosológico apropiado, mientras que ellos no tenían en dónde relacionar a sus «protegidos».

DIDÁCTICA

Todo esto lleva el camino de una intuición delirante, apropiada, cierto, pero poco seria. ¿Cómo habrían podido estos experimentados clínicos, con propósito deliberado, montar semejante ficción en el sistema nosológico? Habría hecho falta una complicidad inverosímil. Por tanto, hay que abandonar esta sospecha paranoica.
¿Y si esto no fuese deliberado? No vale la pena aferrarse a un sueño.
Por tanto, mi situación es real, y tan real como la ausencia de esquizofrénicos entre los jóvenes franceses del siglo XIX… ¿Entonces?
Veamos: para hacerse hospitalizar hacían falta, en la misma Alemania, serios desórdenes de comportamiento. Se trataba ciertamente de enfermos… O quizás, rigurosamente, de locos… De jóvenes dispuestos a hacer una locura… como mi futuro cliente…
No veo a dónde quiero llegar. Alguien ha dicho en alguna parte, en una memoria, que la enfermedad mental era una forma de despojar de su locura al loco, de quitarle el derecho de ser loco. ¿Es esto lo que pienso? Es posible…
Indaguemos más. Todos estos desórdenes de comportamiento variaban forzosamente de un individuo a otro. Si presentaban puntos comunes no podía ser más que gracias a una enfermedad común, a un desorden endógeno específico. Es una tontería lo que estoy diciendo. Podía muy bien provenir de una causa exterior común: cada uno tiene el mismo comportamiento ante un incendio.
Si, pero aquí se trataría de un incendio imaginario. Y la revolución de mi maoísta… ¿Acaso no es imaginaria?
En fin, podría muy bien realizarse… Se ha visto ya… Por supuesto, pero lo que es cierto es que eso, por el momento, no existe. Lo que existe perfectamente es la represión, el miedo.
Entonces, según mi parecer, los desórdenes de comportamiento ¿nacerían de la conciencia de una revolución latente, con la represión y el miedo? Es más o menos así, en efecto. Hay miedo como desorden endógeno de los revolucionarios fracasados, y la represión-revolución como contradicción externa. Esta es la situación de mi maoísta.
O más bien esta sería su situación si viniese a verme, cosa que por el momento, no ha hecho…
¿Existía una situación análoga en la Alemania de la Demencia Precoz, o en el mundo de la esquizofrenia? Es incontestable. ¿Entonces tal situación no existía en la Francia del siglo XIX? Es igualmente incontestable. La revolución estaba hecha, nadie tenía miedo a los jóvenes… Al menos hasta la Comuna…
¿Y antes? Antes… no había hospitales psiquiátricos, ni siquiera asilos de alienados…
Pero todo esto se hace irreal. Sin embargo, ¿no vaya  a convencerme de que Kraepelin ha encontrado deliberadamente un medio científico elegante de condenar a los revolucionarios a la demencia de por vida?
Tampoco es esto lo que pienso. En primer lugar no creo que una acción deliberada haya podido ser tan eficaz. Después, los revolucionarios no son los únicos en temer la revolución o la represión… Existiendo el miedo, existiendo los desórdenes que engendra, me parece que el resto pertenece al clínico y que su acción no puede tener éxito, a menos que sus motivaciones estén reprimidas, sean inconscientes. Conozco a quienes, como yo, han inducido delirios o impulsiones…
Entonces, lo que quiero decir, es que lo que cuenta no es el desorden, sino su morfología nosológica, su transformación en enfermedad mental.
Esto es, en efecto, lo que quiero decir. Creo que es necesario estudiar la demencia precoz como un error de diagnóstico, como una especie de incomprensión de la locura, pero como una incomprensión sistemática capaz de erigir este tipo de locura en entidad científica. Hace falta discernir en el seno mismo de la incomprensión del clínico, aquella otra comprensión que implica, inconscientemente, la causa común.
Aún me queda mucho camino por recorrer, pero antes me gustaría citar unas frases de los «Annales Médico-Psychologiques» de 1899 (8ª serie, tomo 10, págs. 164-165), del capítulo titulado alegremente Variétés.
«Leído en Le Temps (número correspondiente al domingo 4 de junio de 1898): “fue una conferencia verdaderamente interesante la que el profesor Mendel dio el otro día en Berlín sobre este asunto: anarquismo y enfermedad mental. Su punto de partida es conocido, pero este célebre alienista ha añadido precisiones más claras y una clasificación que da verdadera luz a los hechos y gestas de los más famosos anarquistas de estos últimos años…
… El profesor Mendel estableció resueltamente el parentesco entre la flor y nata del anarquismo y los alienados megalómanos, como son esos Cristos imaginarios recluidos en casas de salud, que se lamentan de ser perseguidos, en su obra de redención, por los enemigos de la verdad y de la humanidad.”
Al término de su exposición, M. Mendel ha lamentado que en los procesos anarquistas se titubee a menudo en sacar a relucir la naturaleza patológica del delincuente, por temor a paralizar la represión legal.»
El profesor Mendel no ha alcanzado la gloria. No ha sabido reprimir sus verdaderas motivaciones. El silencio le habría podido, quizás, hacer un genio… como a Kraepelin.

KRAEPELIN

Con la ayuda de mi didáctica he llegado a la conclusión de que me hace falta estudiar la incomprensión de un gran clínico para descubrir la génesis de la esquizofrenia. Y sólo uno está realmente disponible: Kraepelin en sus lecciones clínicas.
Mi vanidad quisiera hacerme creer que he llegado solo. Quisiera hacerme olvidar a Laing…
Pues ha sido Laing quien nos ha abierto los ojos a todos. Básteme con citarle (Laing. «Le Mói Divisé» (Editions Stock, 1970)):
«He aquí cómo en 1905 Kraepelin comentaba delante de sus alumnos el caso de un paciente que presentaba signos de excitación catatónica:
“El paciente que les voy a presentar ha debido, casi, ser transportado hasta aquí, pues camina con las piernas separadas y los pies replegados. Al venir ha tirado sus zapatillas, se ha puesto a cantar un himno y ha gritado dos veces: `¡Mi padre, mi verdadero padre!´ Tiene dieciocho años. Es un alumno de la Oberrealschule. Es alto, de complexión bastante fuerte, pero de tez pálida, a pesar de que se sonroja frecuentemente. Ustedes ven a este paciente sentado, los ojos cerrados, indiferente a lo que le rodea. No levanta la vista aunque se le hable. Sus respuestas son formuladas primero en voz baja, pero poco a poco se pone a gritar cada vez más fuerte. Cuando se le pregunta dónde está, responde: `¿También quiere usted saberlo? Yo os digo quién está `medido´ y quién será `medido´. Yo sé todo esto y podría decirlo, pero no tengo ganas´. Cuando se le pregunta su nombre, grita: `¿Cuál es su nombre? ¿Qué es lo que cierra? Cierra los ojos. ¿Qué es lo que entiende? No comprende´… Cuando le digo que mire, no mira como es necesario. `iUsted, el de ahí, mire! ¿Qué es eso?´ iEspere! No espera. Le pregunto qué pasa. `¿Por qué no me contesta? ¿Va a ser insolente de nuevo? iLe voy a enseñar! ¿No quiere hacer de puta para mí? No se las dé de listo, usted es un insolente y un canalla. ¿Comienza de nuevo? Usted no comprende nada, etc.´
Finalmente no profiere más que sonidos inarticulados”. Kraepelin observa, entre otras cosas, la inaccesibilidad del cliente:
Aunque él haya, innegablemente, comprendido todas las preguntas, no nos ha aportado un solo elemento de información utilizable. Las palabras no han sido más que sucesiones en frases incoherentes, sin ninguna relación con la situación.
Por supuesto que no es dudoso que este paciente presenta “signos” de excitación catatónica. Nuestra interpretación del comportamiento dependerá de la relación que tengamos con él, y sabemos, gracias a Kraepelin, de su descripción viviente, que permite al paciente, de alguna manera, llegar hasta nosotros salvando una distancia de cincuenta años. ¿Qué parece hacer? Evidentemente prosigue un diálogo entre la imagen paródica que él pinta de Kraepelin y su propio yo, rebelde y provocativo. Se le siente probablemente muy lacerado por este interrogatorio ante una asamblea de estudiantes, y sin duda no se le ocurre otra cosa que hacer ante las situaciones que le hacen sentirse desgraciado.
Pero esto no representa para Kraepelin una información “aprovechable”; todo lo más, “signos” de una enfermedad.
Kraepelin le pregunta su nombre, el paciente responde con un discurso exasperado en el que expresa lo que él cree que es la actitud implícita de Kraepelin, en lo que a él se refiere: “¿Cómo se llama usted?… ¿Qué cierra? Cierra los ojos (…) ¿Por qué no me contesta?… ¿Va a ser insolente de nuevo? ¿No quiere hacer de puta para mi?… (Piensa que Kraepelin no quiere estar dispuesto a prostituirse ante los estudiantes).
En definitiva, está claro que el comportamiento de este paciente se puede interpretar al menos de dos maneras, análogas a las formas de ver un jarrón o una cara según la figura de que se trate. Se puede ver este comportamiento como “signo de una enfermedad”; podemos ver ahí también la expresión de la existencia del paciente. La interpretación fenomenológico-existencial es una deducción de la forma según la cual el otro piensa y obra. ¿Qué le pasa al joven de Kraepelin? Parece estar atormentado y desesperado. ¿Qué hace hablando y obrando como le hemos visto? Rehúsa ser “medido” y tratado como una cobaya. Quiere ser “escuchado”.»
Evidentemente, el análisis de Laing no es refutable. Kraepelin ha sido cogido en flagrante delito de incomprensión. O es efectivamente asombroso que un clínico tan escrupuloso no se haya apercibido de la transparente intención de su enfermo. Podemos creer que no fue esta la única vez. Determiné, pues, saber a qué atenerme.
Sin embargo, antes de proseguir, necesito recalcar la capital importancia del descubrimiento de Laing. Si Kraepelin hubiese tenido conocimiento de este análisis, sin duda se habría sentido abrumado, se habría interrogado a sí mismo. ¿Qué habría ocurrido entonces con la Demencia Precoz, en vías de elaboración? La respuesta depende, evidentemente, de su incomprensión ante otros casos de su nosología. Pero podemos apostar que se habría hecho más prudente y que la demencia precoz habría tardado en nacer.
Pero la actitud de Laing no me satisface. No puedo suscribir su opción que limita el conflicto a la única relación médico-enfermo. Aquí veo la totalidad, en el caso del enfermo, de todas las groserías, de todas las novatadas del mundo. Esto es la rebelión, inadaptada, ciertamente, pero auténtica, de un auténtico oprimido. La relación médico-enfermo no hace aquí más que señalar la verdadera opresión.
No es inútil, quizás, revisar este caso a la luz de Kraepelin. Según la traducción de la que dispongo, es el inglés la lengua en la que el joven enfermo grita: «My father, my real father». Este evidente amaneramiento reviste también el valor de un idioma secreto, una especie de súplica fingida. La prosecución implacable por Kraepelin de su empresa de disección pública no aparece más que como una forma de «traición» y justifica ampliamente el análisis de Laing. Podríamos contentarnos con esto.
Sin embargo, una observación: se trata de un escolar que podía, por su condición, llegar a ser algún día universitario, como los que le rodean… Volvamos a Kraepelin:
«El padre del enfermo bebió mucho y tuvo algunos desórdenes psíquicos; la madre había cometido también algunos excesos con la bebida. En cuanto a él, ha sido siempre tranquilo, trabajador y bastante bien dotado…»
Kraepelin confirma, pues, lo bien fundado de la ambición social del joven. Sin embargo, simultáneamente, mide la distancia social a franquear y ya expone implícitamente la situación del enfermo como una imposibilidad de hecho. No se contenta con hacernos entender que eso está por encima de sus fuerzas; afirma como «dando por descontado» que la empresa es desesperada para cualquiera. Existe, en la exposición del contraste entre la decadencia de los padres y los méritos del hijo, toda una filosofía social inexpresada que es precisamente la de Kraepelin. La inutilidad de la rebeldía, comprensible, cierto, pero culpable, se revela ahí de maravilla. Lo asombroso es que Kraepelin transforme su propia comprensión de la situación en una incomprensión del enfermo.
Prosigamos:

«Hace siete meses, durante las vacaciones, se puso a trabajar de forma exagerada; creía que nos reíamos de él porque estaba sucio, y se pasaba todo el día lavándose…»
La pseudo-previsión de Kraepelin se confirma, pues (se trata en efecto de una «previsión» didáctica), y vemos los esfuerzos desesperados del enfermo para franquear los obstáculos… Él ya se apercibe de que el trabajo no basta, por muy duro que sea. Son necesarias otras muchas condiciones simbolizadas por la limpieza.
Estamos ya ante la capitulación, la búsqueda de otra vida, casi mágica…
Pero nada de esto importa, y el obstáculo social se revela tal como es; una verdadera oposición activa y nefasta destinada a ponerle de nuevo en su sitio: temía que le quitásemos de sus ocupaciones y creía que se incrustaba en las baldosas; parece ser que oía voces; golpeaba a su madre, se agachaba a escarbar y ya no decía ni una palabra.
El mayor obstáculo a la ambición del enfermo demuestra ser su nacimiento, simbolizado por el padre. Y es el mismo Kraepelin quien lo designa como causa principal del descalabro. Aquí es imposible evitar la sospecha de que Kraepelin no dé una lección de clínica, sino una lección de moral; enseña a sus alumnos los artilugios psíquicos de una transgresión, aunque justificada, del orden social.
Entonces, la patética llamada del enfermo reviste una dimensión completamente distinta de la de una simple herida narcisista. «My father, my real father», es una demanda de adopción, una esperanza mágica de que Kraepelin le presentase a esta asamblea de estudiantes como su igual, su hijo…(En este sentido, por la ejemplar docilidad de su rebeldía, el enfermo ha llegado a ser su hijo. Desgraciadamente, Kraepelin le abandona durante cinco años en el asilo de donde saldrá curado).
Y tras la diatriba en que se totalizan todas las novatadas del mundo, no le queda al enfermo más que lanzar un despectivo «Buenos días, señores, esto no me ha gustado…».
Se encuentra, pues, que a la transparencia de propósitos de este enfermo hay que añadir la transparencia de su situación. O no puedo atribuir esta doble nitidez más que al propio Kraepelin.
Es por lo que he recogido todos los casos descritos por Kraepelin en sus lecciones clínicas, utilizando la traducción francesa de la segunda edición alemana. Esta traducción es mala, mucho peor, al parecer, que la traducción inglesa de la que disponía Laing. Da, sin embargo, los datos esenciales para una interpretación intuitiva, por poco que uno se fíe de la intuición de los traductores, también psiquiatras.
Me he limitado a aquellas lecciones concernientes explícitamente a la Demencia Precoz, donde he enumerado diecisiete ejemplos, entre ellos el citado por Laing. Los he numerado haciendo seguir a las dos cifras de la lección el número de orden del caso.
El caso siguiente va en la misma lección e inmediatamente detrás del citado por Laing, y me parece aún más revelador.

Lleva el número 092 en mi numeración:
Se trata de una mujer de veintinueve años, de la que Kraepelin dice:
«La mayor parte del tiempo no pronuncia más que palabras estúpidas y carentes de sentido: Muñeca bups, moll, usted ya sabe…
Temperatura, seguro contra incendios. Agua, Weinheiln, agua, creolina. Dios le castigue, veinte marcos.
Di algo. Agua, creolina. No mire ahí. Veinte marcos. Di lo que quieres. Dios le castigue. Agua. Yo no. Veinte marcos.
Ya está. Dios le castigue. ¡Ah, querido niño!
Quédate en casa con tu mujer… Tesoro… Cerdo. ¿Qué quieres? Gracias. Etc., etc.
Por momentos imita el canto del gallo y el graznido del cuervo, o bien canta con mucho sentimiento un canto religioso que continúa con una canción trivial; rompe a reír. Luego solloza sin motivo.»
No necesitamos ayuda alguna para adivinar la profesión de esta enferma. Quede bien entendido que mi presentación de sus monólogos no es ni la de Kraepelin ni la de sus traductores, pero de cualquier manera que se lea es imposible no quedar sorprendido por la potencia evocadora de la enferma. Nos preguntamos cómo podríamos describirlo de forma más concisa, más viva, más ilustrada, más rebelde.
No hay duda que nos encontramos ante una descripción extraordinaria, sobrecogedora, de vida sórdida de una prostituta. Aquí está todo: los comienzos utilitarios, las ablaciones antisépticas, el precio, las maldiciones, los duros reproches, los insultos opuestos al acercamiento, los embarazos…
El relato de la enferma es hasta tal punto alucinante que he tenido por un instante la sacrílega idea de que Kraepelin hubiese sido un cliente secreto…
He leído este relato a una decena de personas diferentes y, salvo dos, todas hicieron el mismo diagnóstico que yo.
Aquí necesito citar a Kraepelin de nuevo:
«Lo que sorprende a primera vista al observador en medio de toda esta excitación es el contraste entre la incoherencia de los monólogos y el mínimo alcance de la inteligencia y de la orientación. El padre de nuestra enferma era un bebedor. Ella misma ha sido siempre de una inteligencia bastante inferior. A los veintitrés años sufrió una herida en la cabeza, complicada probablemente con una erisipela. A partir de entonces se operó un cambio completo en su conducta. Se volvió tímida, reconcentrada, olvidadiza, ansiosa, creía que se quemaba y que le echaban agua en su cama…
Después de su marcha llevó una vida totalmente desordenada y en completa oposición con su conducta ordinaria. Cogió la sífilis y dio a luz tres niños ilegítimos, asfixiando al último en su cama poco después de nacer. No se la condenó más que a tres meses de prisión, en consideración a su debilidad mental.»

El mismo Kraepelin es quien nos confirma el diagnóstico obtenido de la narración de la enferma. ¿Por qué nos dice que se trata de palabras estúpidas y carentes de sentido?
Tratemos de volver a examinar el caso, sin tener en cuenta la relación Kraepelin-enferma. El procedimiento es una trampa en la que es preciso guardarse de caer, pues es imposible contar con la enferma real. El único interés aquí es sustituir la relación médico-enferma por otra relación médico-enferma ficticia que permita mejor delimitar la primera.
Se trata, en el fondo, de una discontinuidad en el comportamiento, de una brusca modificación de la conducta y de la personalidad; de lo que desde Jaspers se llama un proceso. Este proceso sería consecutivo a una herida en la cabeza. A partir de ahí su canto religioso se transforma en una canción trivial, su risa en sollozos, su canto de gallo en graznido.
En el fondo esta enferma tiene tendencia a realizar símbolos; hace notar lo que ellos simbolizan, habla con su vida. No hay que tomarla al pie de la letra, sino como símbolo. Esos símbolos son además muy inmediatos, muy poco «simbólicos».
Bien entendido, hizo un episodio de tipo confuso-onírico después de su herida en la cabeza; veía el fuego…
A menos que este fuego sea también un símbolo que, en su lenguaje, debe significar precisamente el fuego…
¿Hubo ciertamente fuego en su casa? ¿Cómo saberlo? ¿O lo que temía era que no ardiese? ¿O que no ardió? Esto explicaría el agua, el seguro contra incendios…
Y si se lo hubieran hecho creer, ¿lo hubiera creído? Seguramente no; hubiera hecho falta algo más que una simple amenaza, aun en el caso de una débil… Falta el terror. El terror aportado por la enfermedad. La erisipela, por ejemplo…
Naturalmente, la erisipela quema como el fuego, hace daño…, y las sulfamidas no se habían inventado aún…
Una herida que quema; parece un poco mágico… Creer en esta magia es un poco onírico… Esto ya es coherente…
Pero esto no debería durar más que el tiempo que dura la fiebre.
Precisamente se volvió tímida, reconcentrada, olvidadiza, ansiosa… Es posible que aterrorizada. Kraepelin presenta este viraje como una modificación duradera. Pero esto ya no es onírico. Por tanto, la erisipela está ahí para algo…
Aquí tenemos la herida… Es evidente. Pero no era una herida accidental. ¿Fue quizás su Jules? ¿Para obligarla a trabajar para él? ¿Y amenazándola con quemarla entera la próxima vez? ¿Se debe a esto el que ella no esté de acuerdo con lo que hace? ¿Y que ella no se atreva a decirlo abiertamente? Se siente dominada por una fuerza mágica; la de su chulo…
Estoy delirando, ya, pero…
Volvamos a la realidad. No estoy en relación con la enferma, sino en relación con Kraepelin. No es, pues, la enferma quien me permite esta interpretación delirante, sino Kraepelin.
Poco importa que mi versión sea exacta o no; lo esencial es que existen dos versiones, de las cuales una supone la creación de una nueva enfermedad, mientras que la otra se contenta con una debilidad que existe desde siempre; una precisa de la incomprensión del clínico, mientras que la otra tiene en cuenta la comprensibilidad de la enferma.
Nadie me quitará de la cabeza que es el deseo de crear una nueva enfermedad lo que explica en parte la incomprensión de Kraepelin. Pues, aun suponiendo que no tuviese un error de diagnóstico, la evidencia prueba que tuvo un error de comprensión…
Pero si suponemos que mi versión es aproximadamente exacta, el problema se complica. No opino así.
Kraepelin ha seleccionado, entre todos los detalles insólitos del comportamiento de su enferma, precisamente, los que me han permitido delirar. Esta es, en definitiva, su versión. Es Kraepelin quien nos habla del canto religioso, del cuervo, etc. En el orden sugestivo… que atrae nuestra atención sobre el simbolismo de la enferma…
En el fondo Kraepelin es un tipo singular, que da dos versiones de sus enfermos; una versión lúcida, pero mutilada, y una versión inconsciente, pero comprensible y completa. Ocurre así, porque trata con todas sus fuerzas de comprender a sus enfermos, y nos proporciona entonces historias clínicas tan ricas. Al no fiarse de su intuición por tratar de ser científico, es por lo que cree no comprender a sus enfermos. Como esta desconfianza está en contradicción con su profunda convicción de haber comprendido, cree que su incomprensión es cierta; «comprende» que su enferma es incomprensible. Todo esto a fuerza de querer ser «científico»… a fin de dejar un nombre a la posteridad, de crear una nueva nosología… Con el fin de convencer también.
A fin de cuentas, Kraepelin ha releído su manuscrito. Ha corregido las pruebas. Fue publicado y abundantemente discutido por personas que no estaban todas de acuerdo con él. ¿Y nadie comprendió lo que él juzgaba incomprensible? ¿Un Krafft Ebing, que no creía en la Demencia Precoz, no supo descubrir el secreto mensaje que contenían las palabras «carentes de sentido»?
¿Y los traductores que veían perfectamente que los absurdos eran traducibles? A decir verdad, los traductores franceses creían tan poco en esto que no hicieron ningún esfuerzo. Sin embargo, yo lo he conseguido.
¿Y Regís, que disponía de la misma traducción que yo? ¿Y De Clerambault?
Es realmente increíble.
Felizmente apareció Laing al fin… , sin esta circunstancia seguro que jamás me habría aventurado.
A menos…
A menos que la ceguera de Kraepelin explique también la de los otros. Debido, quizás, a que ellos habían comprendido parcialmente la profunda comprensión de Kraepelin, no pusieron en duda su propia incomprensión. Eran de la misma raza… Tenían la misma estructura de científicos que creían en la Parálisis General, en los microbios de la locura…
Hacía falta un antipsiquiatra para ver claro…
Qué suerte… ¿Seré yo?
Ahora dispongo de una falsilla para escribir. Kraepelin, como todo el mundo, se utiliza como instrumento diagnóstico. Pero en los dos casos anteriores usa un instrumento deformante que hace «absurda» la comunicación y «clarifica» la vivencia.
Evidentemente, este instrumento no puede ser único. En efecto, la comunicación «absurda» es perfectamente comprendida y transmitida por Kraepelin.
Hay que pensar, pues, que el instrumento de Kraepelin es doble: comprende primero, intuitivamente, tanto la vivencia como la comunicación. Pero enseguida enmascara la comunicación para no dejar filtrarse más que la vivencia. Se trata, entonces, de una supresión secundaria, supresión en que semeja estar a punto de equivocarse por un «rechazo». Si pensamos que Kraepelin llevaba en sí mismo fuertes pulsiones de rebelión, muy reprimidas —imagen «yoica» de la rebelión social reprimida— , podríamos decir que en esos dos casos Kraepelin utiliza su propia contradicción de clase como instrumento privilegiado de diagnóstico de la Demencia Precoz.
Tan pronto como llamó «Demencia Precoz» a estos casos le despertaron la antigua lucha de sí mismo contra sí mismo.
Y la misma intensidad de su retroceso se puede medir en la ferocidad de su implacable negativa de escuchar la súplica del joven enfermo citado por Laing…
Para reencontrar el pensamiento de Kraepelin tengo pues que establecer un vínculo comprensible entre el lenguaje del enfermo y su currículum, todo ello bajo una óptica de rebelión reprimida. Que es lo mismo que decir que tengo que «desclasar» la incomprensión de Kraepelin.

CASO NÚM. 093

No carece de interés exponer el último caso de la novena lec­ción, que va inmediatamente detrás de los dos ya citados.

«He aquí ahora, una mujer de veintitrés años, obrera de una fábrica, que nos ofrece un cuadro clínico completamente dis­tinto. Saluda con afectación y torpeza, pero rehúsa sentarse y charlar con nosotros. “Gracias a los adoradores”, dice. Se pasea a lo largo y a lo ancho, camina lenta y pretenciosamente y se pone a declamar y recitar. Mientras expongo su caso, me inte­rrumpe para deslizar algunas observaciones maliciosas; se llama como el cura le ha puesto, y tiene tantos años como su dedo meñique.»

Kraepelin posee el genio de la reconstitución, sabe dar vida a una enferma con pocas palabras. Aquí tenemos la impresión de una excitación maníaca.

«Mezcla voluntariamente en sus incoherentes discursos ex­presiones de mal francés y citas completamente desfiguradas y absurdas: “La ingratitud es el mérito del mundo”.»

Pero esto no es ninguna tontería; es casi un lugar común…

«Muchas manos, muchas ideas.»

Mao Tse-Toung…  ¡Ah! Es verdad, Marx ya lo había dicho…

«Repite hasta la saciedad frases groseras: “mierda del dia­blo en los pies del alma, el pie del alma en el excremento del diablo”. Construye a menudo palabras y frases completamente incomprensibles.»

Se necesita estiércol para hacer crecer las flores… Esto me gusta bastante.

«No quiere dar la mano porque dice que es la suya.»

A pesar de todo, esto es cierto.

«No quiere escribir y contesta riéndose de lo que se le pre­gunta. Parlotea continuamente, sin dejar a su interlocutor de­cir ni una palabra.»

Me empieza a gustar. Y tengo la impresión de que Kraepe­lin se deja ganar también. No nos aburrimos con enfermas como esta, ¿eh? Sobre todo porque todos ellos deben bromear a costa suya.

«Sus vestidos están adornados con bordados de caprichoso dibujo y colores chillones. Se considera la dueña de la casa, paga a las enfermeras y pretende tenerlas contratadas; desea ser atendida por los mejores médicos. Además se queja de ha­ber sido víctima de un ataque sexual; los pulmones, el corazón, el hígado, todo le ha sido arrancado. Hace tiempo ha sido novia de un médico de la clínica. Ha hecho preceder su apellido de la partícula “de”. Parece que en otro tiempo ha oído voces, pero sus indicaciones en este sentido son muy discordantes.»

Todo esto es ciertamente Parálisis General… Pero, ¿por qué buscar alucinaciones cuando no hay? La descripción cambia un poco. Ya no es tan agradable…

«Desde el punto de vista de la emotividad, hemos de señalar una caracterizada exageración del amor propio, una fuerte ex­citación sexual y una irascibilidad muy acusada. Añadamos que el sentido del pudor está de lo más arraigado, como lo testimo­nia la coprolalia» (4).

Kraepelin fuerza un poco la dosis de pudibundez, pero ha­ciendo desviar la descripción más hacia lo desagradable.

«En numerosas circunstancias la enferma se ha mostrado muy violenta, animada incluso por un deseo de venganza que se expresaba sin ambages y con una socarronería salvaje.»

Ya perdí el hilo. Ya no se trata de la misma… Parece que Kraepelin, bruscamente, se empeña en detestarla… ¿Y por qué la venganza? ¿Vengarse de qué?

«Aún se trata aquí, seguramente, de una forma de cata­tonía.»

Lo que significa que Kraepelin está lejos de estar en lo cierto.

«En su juventud había sido siempre muy testaruda y per­turbadora. Primero fue sirvienta, después obrera en una fábrica. Ha tenido dos hijos ilegítimos y un aborto. Seis meses más tarde, hace ahora dos años, se volvió muy ansiosa, oía vo­ces que la insultaban a gritos y veía por todas partes hombres bebidos y cabezas de mujer.»

¿Supone el aborto un comienzo grave?

«Entretanto escribió una carta de amor al propietario de la fábrica; despedida, se encontró en la calle desprovista de todo recurso.»

Kraepelin se nos muestra aquí del más innoble pelaje. En los dos casos precedentes su incomprensión hace sonreír ligeramente, a pesar de todo estaríamos dispuestos a perdonarle si no se hubiese aferrado a la Demencia Precoz…

Pero aquí toma un grave cariz.

Tratemos de interpretar, es decir, de poner en relación el comportamiento patológico con la vivencia de la enferma; no podemos decir nada claro. Kraepelin parece establecer su diagnóstico, titubeante, sobre el contraste entre un compromiso juguetón y otro altivo y singularmente agresivo de la enferma.

Solamente una cosa: Kraepelin se ha traicionado… ¿Por qué habla de venganza y no simplemente de agresividad o de violencia?

¿Han adivinado de quién quería ella vengarse?

¿Es evidente? Asiento de buena gana…

¿Pero es posible que no hayan adivinado todavía por qué quería vengarse?

¿Ya está?

Entonces han comprendido, como Kraepelin, que se trata perfectamente de venganza y no de simple violencia…

Así, con unas cuantas «vueltas» clínicas se establece el diag­nóstico que permite escamotear la importancia de la vivencia. ¿Acaso no es una forma elegante de proteger al propietario contra toda sospecha?

Como el discreto «entretanto» que permite fechar la carta posteriormente a la enfermedad sin mentir realmente…

Y ustedes han comprendido perfectamente que no había lu­gar a comprobar el relato de la enferma, investigar en la fá­brica, preguntar lo que realmente había pasado, pues Kraepelin «sabía»; su sentido clínico no le engañaba…

Da igual atreverse a llamar a esto excitación catatónica, que hacerlo un prototipo de la Demencia Precoz…

Y sobre todo presentar en la misma lección tres casos tan transparentes…  ¡Hace falta genio!

No tengo la intención de imponerles la descripción detallada de todos los casos que he acertado a interpretar. Son trece de un total de diecisiete. Cualquiera puede intentarlo. Como la edición de la que dispongo no se puede encontrar actualmente, recomiendo la copia publicada en 1970 por Privat, en la colec­ción «Rhadamanthe». Desgraciadamente esta copia presenta nu­merosos errores, aunque no creo que esto suponga un obs­táculo serio a la interpretación. Dos de los diecisiete casos no se encuentran en esta copia, pues uno se incluye en la lección trece sobre los delirios, y el otro, en la lección catorce sobre la locura puerperal.

No resisto, sin embargo, la tentación de exponerles el nú­cleo esencial de uno de los casos en que no he tenido éxito al interpretar; se trata del primer caso sobre la Demencia Pre­coz (núm. 031).

«No obstante, un día, dirigió al médico un desordenado es­crito, incoherente, incompleto, entrecortado con palabras infan­tiles. Pedía, por ejemplo, “algo más de alegría en el tratamien­to, una mayor libertad de movimientos para ensanchar el hori­zonte”; pues quiere disminuir un poco la seriedad de las leccio­nes; y, “nota bene”, ruega por el amor de Dios no ser mezclado con el club de inocentes; la vocación por el trabajo es el bál­samo de la vida.»

«Toda la carta, como toda su forma de ser exterior, todo lo que piensa del mundo, la índole de la filosofía moral que ha construido, muestran sin contestación posible la ausencia de afectividad, que coincide con una pérdida muy especial del juicio…»

Me doy cuenta, sin ningún placer, que no he llegado a pe­netrar en el secreto de este enfermo; Kraepelin, al contrario, lo consigue sin esfuerzo. Por lo tanto, existe una interpretación posible, la confesión del mismo Kraepelin. Veo además unos vagos destellos, tanto más que las frases son tan bellas…

¡Pero de aquí a descubrir una filosofía moral, una visión del mundo!… Forzado me veo a inclinarme ante un maestro.

Ello no impide que este caso se añada a los otros trece, pues si no lo he interpretado he asegurado que sea posible… Catorce casos de diecisiete; esto no deja la menor opción a la verda­dera incoherencia… Mi sospecha del principio se confirma plenamente.

KRAEPELINOLOGÍA

No sé si mis interpretaciones son todas válidas.

Pero pretendo que sean todas posibles y coherentes…

Que exista al menos un caso en el que Kraepelin haya sido cogido en flagrante delito de falsedad…

Me digo que esto es impensable.

Que está todo montado en el aire…

Pues resumiendo; el fundamento supremo de la noción de Demencia Precoz, más tarde esquizofrenia, fue establecido por Jaspers; este es el proceso; una discontinuidad en el desarrollo de la personalidad, sin que ningún vínculo comprensible enlace los dos fragmentos.

Y Jaspers edificó su criterio tanto sobre Kraepelin como sobre Bleuler, como sobre su propia experiencia.

Ahora bien, en los casos de Kraepelin existe esta ruptura de la vivencia. Pero no es más que aparente porque existe un vínculo comprensible que permite totalizar el conjunto.

Tanto decir que ya no hay Demencia Precoz posible, que se trata de una entidad enteramente artificial…

Que es lo que yo afirmo…

Precisamente he descubierto el proceso por el que Kraepe­lin logra presentarnos como incomprensible un conjunto que había comprendido muy bien; es sutil y evidente…

Si queremos tener bien presente cada uno de esos casos como una novela cuidadosamente redactada por Kraepelin, nos apercibimos que tienen todos la misma estructura (como todos los demás casos de esta obra); están redactados al revés. Co­mienzan por la mitad y terminan por el principio, estando el final desplazado en notas marginales…

He estado constantemente obligado a restablecer in petto el orden cronológico normal antes de estar en condiciones de interpretar. Si no el enfermo llegaba a ser, mediante una lec­tura superficial, efectivamente incomprensible.

Pero esta inversión cronológica no es una disimulación; es un procedimiento perfectamente normal cuando se trata de lecciones clínicas y Kraepelin no es el único en haberlo em­pleado. Es una especie de «suspense» didáctico y se puede afir­mar que Kraepelin fue cogido en la trampa de su estatuto de instructor.

Ello no impide que este procedimiento relegue la vivencia a un anexo, una vez hecho el diagnóstico, pues ya no queda sitio donde integrarla. Kraepelin minimiza sistemáticamente la im­portancia de la vivencia. Como ahí el desarrollo está invertido, da la impresión de una verdadera ruptura entre el «ahora» y el «antes».

Y cualquiera cree en una ruptura de la personalidad cuando no se trata más que de una ruptura en el relato… Es un pro­ceso artificial, fáctico…

Sin embargo, no funciona plenamente más que para los de­mentes precoces. Los demás casos de otras lecciones son rela­tivamente claros.

Esta inversión fue la técnica empleada por Kraepelin para descubrir la Demencia Precoz. Juzguemos:

(Caso núm. 211) «Recuerdo todavía demasiado bien con qué perplejidad intenté durante años oponer, de estos numerosos casos de debilidad mental que pueblan los asilos de crónicos, unos a otros…

Constatemos entonces, que en el caso de la mayoría de es­tos sujetos, cuya demencia oscila entre amplios márgenes, se notan signos más o menos claros, pero característicos, de De­mencia Precoz.

Así, no existe más que un medio de resolver este problema tan delicado como importante; que es explicar las fases ante­riores del mal por su período terminal, en lugar de prejuzgar desde el principio cuál será este último y a qué evolución con­ducirá…»

¡Kraepelin estudiaba su psiquiatría al revés!…

Buscaba signos de asilismo desde el comienzo de la enfer­medad… Probablemente se los sugería al enfermo…

No sé si realmente fue un reaccionario social, lo cual no me asombraría. Al contrario, afirmo que fue un «reaccionario» cronológico y que fue de esta forma «inofensiva», como redujo su propia contradicción de clase.

Así fue cómo él se «descomprendió».

No importa que esto cause una sagrada diferencia con la lu­cidez de un Freud (a pesar de todo, su seguidor). Kraepelin no es menos intuitivo que Freud, pero retrocedió magistralmente… Está a la vista.

Es cierto que Freud se había beneficiado del ejemplo de un Charcot, fabricante de histéricas con todas sus fuerzas…

Nos ocupamos de Kraepelin, ¿pero y Bleuler?

¿Bleuler? Hablemos de él…

No hay más que una traducción inglesa cuya primera tirada data de 1950. Lo que supone hasta qué punto era desconocido. Pero me fue imposible, sobre esta traducción, interpretar lo más mínimo; los enfermos están troceados en capítulos, en pá­rrafos, en rebanadas esquizobíblicas, rejuntados según su as­pecto; no se encuentra nada mínimamente humano. Se ha des­pachado a gusto y nadie puede garantizar que la disociación sea debida al enfermo; tan grande es su influencia en la expo­sición. Es peor que Kraepelin, y es lástima, pues Bleuler es manifiestamente un excelente clínico…

Por contraste podemos señalar la extraordinaria sobriedad de Krafft-Ebing («Traité clinique de Psychiatrie», 1897, pág. 181), que describió una hebefrenia con el cuidado y delicadeza de reducir todos los signos a lo normal; ganas me entran de des­granar el vocabulario de Bleuler, pero… Todo es tan directo, banal, exento de misterio…

Una salvedad: Krafft-Ebing no creía en la hebefrenia y su exposición es una notable lección de antipsiquiatría…

Como último análisis, con la ayuda del contraste, la esquizo­frenia se muestra como una disociación de la exposición que hace el alienista; es la única certeza que podemos tener…

NOSOGÉNESIS

¿No se lo creen?

Lo comprendo…

Hay que tomar una determinación…

Voy a intentar, ahora, imaginar la verdadera nosogénesis; que incumbe en primer lugar a los enfermos…

Desde luego que no se trata nunca de revolucionarios. Se encuentran siempre en situación forzada, de imposibilidad de ser, y son a menudo rebeldes.

Pero esta rebeldía no la llevan a cabo jamás; se contentan con expresarla. Y la expresan con su vida; es lo que da a su vocabulario el énfasis de un melodrama. Esta es su técnica propia.

Ahora bien, esta técnica que consiste en transformar su vida en expresión les coge en la trampa, pues frena forzosa­mente su vida en un estadio de constante tensión, y que es en definitiva una especie de fascinación embebida en el obstácu­lo, que traduce su mensaje vital.

Debido a esta desviación obedecen directamente a las nor­mas impuestas por la sociedad, de la misma forma que aque­llos que aceptan convertirse en productos dóciles de su clase, llegan a ser los muertos-vivientes conformistas…

En definitiva, su rebeldía mudada en expresión no es más que pura obediencia y resalta menos su desacuerdo con su condición que con su incapacidad personal para conformase. Estos son los auténticos antirrevolucionarios que se ponen en evidencia por no poner en evidencia a la sociedad.

Esto es profundamente falaz.

¿Cómo descubren esta técnica que les hace señalarse?

Podemos imaginar que, llegados a una etapa crítica de su vida, se juzgan incapaces de franquearla. Necesitarían un sobresalto, una transformación radical y deliberada de su personalidad, análoga a esos arrepentimientos y a esas conversiones que jalonan las vidas «honorables». Este esfuerzo no es en modo alguno una rebelión; es, de buena fe, el esfuerzo de transfiguración que les es exigido para mejor conformarse a las delimitaciones de la sociedad. Está bien lo que intentan hacer, pero hay en ellos un inconformista que se rechaza; esto es lo mismo que decir locura.

En ese punto titubean, a mitad de la conversión, al borde de la decisión, tendidos entre el riesgo y la seguridad; ahí su vida se para, se congela. Sólo una rebelión verdadera, materia­lizada, les podría liberar; pero no se atreven. Expresar su re­belión les dispensa de realizarla… Esto es pánico; no enfermedad. Volvamos al meollo de la cuestión.

Érase una vez una enfermedad mental verdadera… Era un debilitamiento intelectual acompañado de una parálisis debida a una meningitis crónica. Su descubrimiento fue esencialmente obra de alienistas franceses y se la llamó Parálisis General. Era siempre mortal (5).

Desde 1857 se sospechaba su naturaleza sifilítica, que fue después ampliamente comprobada, esencialmente por alienis­tas alemanes.

Este origen vergonzoso fue naturalmente explotado por las autoridades morales y religiosas. Uno de los argumentos de Kraepelin, lo mismo que de Régis, para deducir su naturaleza venérea, fue precisamente que era excepcional tratándose de sacerdotes.

Gracias a esta explotación, cada cual tuvo oportunidad de aprender muy bien que la sanción inmanente del pecado era una demencia mortal.

Frente a esta vulgarización de buena ley se encontraban alienistas de un país que acababa de conquistar su autonomía a fuerza de puños… Y puñetazos, a expensas de Francia, entre otros… Les era naturalmente intolerable que el desorden revo­lucionario francés hubiera podido descubrir una enfermedad científicamente demostrada. Les hacía falta una enfermedad análoga, una Parálisis General Alemana.

Se encuentran, pues, cara a cara, un pecador contra el or­den moral, desobediente, miedoso, y un observador «imparcial». Nada les puede unir todavía en el presente; sólo tienen abierto el porvenir… Y precisamente lo que les aproxima es la reali­zación concreta, actual, de su porvenir anticipado.

El primer movimiento procede del penitente impenitente; exterioriza aquello que teme: la demencia. Y el vocabulario que utiliza es el de la vida; se vuelve lelo (cfr. el caso núme­ro 091; interpretado por Laing).

A partir de ahí, es la chochez lo que une a la víctima y al depredador. El uno, expresando con su vida el fracaso de su re­belión, expone mediante su incontinencia el «temor» que le invade; el otro, atisbando los signos insólitos de una enferme­dad desconocida, descubre en esta materia fecal la realización de su «esperanza»… Por esta desviación, el rebelde obedece por fin al destino que la sociedad le reserva…

A partir de entonces comienza la era alemana de edifica­ción paciente, metódica, de una enfermedad artificial partiendo de la anticipación imperativa de un síntoma científicamente «deducido».

La Parálisis General comporta parálisis, pues le faltan a esta nueva demencia desórdenes musculares de tipo análogo. Y palpar músculos, «percutir reflejos», medir, observar, bajo la atenta mirada, aprensiva y todavía deslumbrada del (todavía no) enfermo que no sabe qué le buscan y aguarda ansiosa­mente en los ojos de los clínicos la confirmación de que su mecánica está bien deteriorada en el sentido que teme.

Hasta que un día, con todos los músculos tirantes por esta mansa atención, el enfermo «olvida» bajar el miembro explorado, como en espera de una orden… entonces es el «eureka» de la catalepsia. Cogido para lo sucesivo en la trampa de su técnica y de su angustia, será siempre con su vida con lo que el enfermo expresará su rebeldía contra este nuevo vínculo que le aprisiona… Entonces es el «eureka» renovado del negativismo. La síntesis bismarckiana, que sirve de modelo, hace en lo sucesivo lícito al clínico reunir estos dos síntomas en una catatonía que llegará a ser el embrión de la nueva enfer­medad.

La Parafrenia Hebética descrita por Kahlbaum en 1863 se parecía a una encefalitis puberal. No interesó a nadie. Fue de­tallada de nuevo en 1871 por Hecker. Tampoco tuvo éxito. Pero en 1874 Kahlbaum describió la catatonía, que interesó a un cierto número de alienistas. No puedo impedirme el creer que la consecución de la unidad alemana estuviese interesada en este éxito, de tanto prestigio… Pero lo que me interesa es apuntar que, si mis informaciones son exactas, pues no tengo nada sobre Kahlbaum, no hay ninguna medida común entre la hebefrenia propiamente puberal y la catatonía.

Desde entonces la marcha nosogenética de Kraepelin se deja analizar mejor. La comprensión intuitiva profunda que tenía de sus enfermos no le permitía creer enteramente en su incomprensibilidad. Rehusó pensar que era por completo víc­tima de sus «vueltas» clínicas.

Le hacía falta una base objetiva. Y es en su propio análisis clínico de la trayectoria de Kahlbaum donde la va a encontrar. Reuniendo la hebefrenia y la catatonía bajo el nombre de demencia precoz, Kraepelin no hace más que dar el nombre de demencia precoz a la imagen clínica que se ha hecho de Kahl­baum.

Curioso enfermo, pues persiste en esta demencia terminal, cuya chochez y catatonía no constituyen más que el preámbu­lo. Es evidente por completo que el enfermo no podía inven­tarlo solo. Es por lo que interesa subrayar que la incomprensi­bilidad es el único signo clínico de demencia del que dispone realmente Kraepelin. Siendo el enfermo perfectamente trans­parente, esta demencia desaparece. ¿Entonces?

Entonces la demencia terminal no es otra cosa que el asilismo. Confinando en el asilo a estos enfermos, cuya cronicidad «prevé», Kraepelin los condena a revestir la máscara asilar de la demencia. Les obliga a imitar a esos Paralíticos Generales que servirán a todos de modelo…

Hoy mismo, cuando la catatonía ha llegado a ser inencontrable, cuando la esquizofrenia ha llegado a ser un uniforme apropiado para cualquiera, persiste esta incomprensibilidad que el clínico resume en un pomposo Praecoxgefühl; el «sentido» esquizo. Esta es, en definitiva, la impresión producida por la mirada vacía del enfermo que presume de vida interior. Des­pués de haber leído a Kraepelin comprendo mejor que esta impresión de vacío no es otra cosa que una ilusión provocada por la intimidación sistemática del enfermo. Este en lugar de esperar del interlocutor un destello de comprensión, busca ahí, esencialmente, esos instantes fecundos de incomprensión que confirman sus temores;  que es lo único que le interesa…

Increíble, ¿no es cierto?

No puedo hacer nada…

Existe otra nosogénesis; la de Christian. Este último, del otro lado del Rhin, hizo el diagnóstico de Demencia Precoz mu­cho antes que Kraepelin. Se guiaba por la hebefrenia de Kahl­baum y despreció decididamente la catatonía. Descubrió mu­chas más cosas; cuatro veces más que Kraepelin.

Ahora bien, su criterio esencial era el fracaso escolar en el caso de un sujeto anteriormente inteligente o brillante. Aquí siento el mal olor de Binet y Simón…

La etiología esencial de la demencia precoz de los jóvenes era para él el exceso de trabajo, sobre todo el exceso de tra­bajo escolar.

En ello se funda, todavía hoy, toda la mitología francesa sobre la esquizofrenia.

Hace falta, pues, comprender que a pesar de la discordan­cia aparente en los criterios de diagnóstico, a pesar de la «organogénesis» de uno y de la «psicogénesis» del otro, estas dos demencias precoces, la de Kraepelin y la de Christian, se pa­recen como dos gotas de agua.

Puedo apostar a que la joven prostituta de Kraepelin, a pesar de su elocuencia poética, sacó un cero en redacción. El criterio de Christian se basa, en efecto, sobre la incompren­sión, al igual que el de Kraepelin, solamente que en lugar de ser la incomprensión del clínico, se trata de la del examinador escolar. Christian tiene la osadía de delegar, su negativa a com­prender, en otro. Cierto es que está lejos de poseer la enver­gadura clínica de Kraepelin…

Y nosotros no valemos más que él. Hacemos todos como Christian cuando ponemos la etiqueta «esquizo» a todo lo que no nos parece evidente; delegamos en Kraepelin, en Bleuler, en Minkowski, nuestra propia negativa a comprender. Esto facilita el trabajo…

ANALÓGICA

He logrado convencerme de que Kraepelin ha inventado real­mente la demencia precoz. El mecanismo de creación consistió en imponer inconscientemente, desde el comienzo de los des­órdenes, los signos de asilismo que había descubierto en los ca­sos de enfermos crónicos. Al hacer esto, he descubierto que sus «enfermos» no eran revolucionarios, sino rebeldes que ha­bían tenido la debilidad de ponerse en tela de juicio y de con­sultarle.

No puedo quedarme ahí. La ausencia de dementes preco­ces antes de Kahlbaum y Kraepelin me hace creer en un hecho nuevo que supongo era una nueva represión social, creadora, a su alrededor, de nuevas rebeliones.

Es demasiado fácil decir que se trata simplemente de la ex­plotación capitalista y que sólo la lucha de clases explica la alienante relación entre Kraepelin y su enfermo. No es, desde luego, falso, pero la explotación capitalista existe desde, al menos, el siglo XVI. ¿Por qué habrían hecho falta tres siglos para inventar la Demencia Precoz? Además antes de la Revolución Francesa no se podía tratar de una cuestión de asilismo. Los asilos de pobres se destinaban, en efecto, a otra categoría de gentes asociales, y los locos de entonces tenían, de alguna manera, su utilidad social: se les pagaba para serlo…

A esto se debe que se me ocurriese la idea de buscar al cul­pable en ese subproducto del capitalismo que es la división excesiva del trabajo.

El trabajo artesano de la Edad Media respeta, efectivamen­te, la totalidad del hombre. Entonces la explotación era al me­nos tan feroz como hoy día, pero el hombre conservaba la integridad de su personalidad. Las locuras de entonces eran esas «Holopsicosis» que embargaban al hombre por completo: manía, melancolía, idiotez, histeria…

La primera parcelación del hombre fue aportada por la ma­nufactura, como Marx lo ha demostrado admirablemente. Sin embargo, la situación del individuo no se había modificado nada. Naturalmente, el objeto se encontraba recorriendo diver­sas etapas, en cada una de las cuales era una no-mercancía, pero este recorrido se calculaba sobre la habilidad del hombre, y el objeto quedaba subordinado al hombre, aunque fuese par­cialmente…

Fue el maquinismo quien trastornó esta situación. La má­quina sustituye la destreza humana por una destreza cristali­zada, de una pureza geométrica, que el hombre no sabría imi­tar pero que se calca sobre la naturaleza mineral del objeto a crear. La misma simplicidad de las formas creadas por la má­quina obliga a establecer un orden de creación que va de lo más simple a lo más complicado. Sobre todo, la máquina exige que el hombre se despoje de su destreza mecánica, por lo cual el hombre no puede someterse más que complicando la suya propia; despieza al hombre en figuras geométricas… Este des­piece «maquinista» se extendió muy rápidamente a toda la or­ganización social, gracias en particular a Napoleón, que hizo de ello una estrategia y un código.

Es entonces cuando aparece una nueva nosología, sobre­añadida a la precedente, de la que Esquirol fue el Sumo Sacer­dote Maquinista.

Fue él quien describió las primeras psicosis de este «des­piece»; las monomanías o locuras parciales, imágenes negati­vas de la parcelación que exigía la sociedad, tanto entonces como hoy día.

Fue él sobre todo quien describió en términos típicamente capitalistas la distinción que establecía la máquina entre idio­tez y demencia:

«El hombre en demencia está privado de los bienes de los que disfrutaba en otro tiempo; es un rico que se ha convertido en pobre; el idiota ha estado siempre en el infortunio y en la miseria.»

Podemos asombrarnos, justamente, de que una distinción tan elemental haya escapado a la perspicacia de los grandes clínicos que precedieron a Esquirol. Recuerdo, en mis comien­zos, haber encontrado esta frase de una desoladora banalidad tal, que frisaba en la perogrullada, y no haber encontrado nin­gún otro título merecedor de gloria. Ahora comprendo que yo estaba intoxicado por la máquina…

En la fase manufacturera del trabajo el idiota era, efectiva­mente, tan productivo como cualquier otro:

«También un cierto número de manufactureros, hacia la mi­tad del siglo XVIII, empleaban preferentemente para ciertas operaciones de las llamadas secretos de fabricación, a obreros medio idiotas» (Marx, «El capital»).

Pero lo que bastaba a la manufactura, todavía respetuosa con la dinámica humana, no podía satisfacer a la máquina, cuya exigencia de parcelación antinatural era contraria a la naturaleza del idiota, forzosamente de una pieza… Y este se vio redu­cido en su capacidad…

El deber del psiquiatra era, pues, descubrir y eliminar al idiota con el que, tanto la máquina industrial como la maqui­naria social, no tenían nada que hacer.

Pero algunos obreros, capaces de someterse por un tiempo a la máquina, obtuvieron de ahí su desgracia; se convirtieron en idiotas, a su vez. Entonces el deber del psiquiatra era descubrir esta deterioración antes de que causase cualquier daño a la máquina: la demencia en el sentido de Esquirol hacía su apa­rición en la escena psiquiátrica. Vean, en efecto, cómo se pue­de parodiar fácilmente la frase del famoso  «Mecanosólogo»:

«El hombre en demencia me priva de los bienes con que me colmaba en otro tiempo; es un beneficio que se ha conver­tido en pérdida; el idiota no me ha reportado jamás el menor provecho.»

Volviendo a Kraepelin y a su demencia precoz, de la que todos sus sucesores afirmaban que no era ni demencia, ni precoz, podemos creer que por demencia, Kraepelin entendía, como Esquirol, el desorden que hace al hombre inútil para la máquina. Además podemos pensar que en tiempo de Kahlbaum la explotación de los niños entrañaba una inutilidad precoz que supo retardar el establecimiento de leyes sociales, elevando la edad de contratación (efectivamente, la edad media de los en­fermos de Kraepelin es de veintinueve años)…

Tengo alguna tendencia a creer que la enseñanza, fruto de esas leyes sociales, se revistió a su vez con la estructura im­puesta por la máquina. Así es como me explico la diferencia estructural entre la enseñanza primaria, calcada sobre la ma­nufactura, y la secundaria recortada conforme a la máquina. Los dementes precoces de Christian fracasan ante la vida al igual que los de Kraepelin, pero aquellos fracasan más pronto y de forma más desesperada, ya que el éxito en los exámenes es en Francia el único medio oficial y maquinista de escapar de la máquina…

La máquina industrial sería, pues, con su ahijada la maqui­naria Social, el microbio de la esquizofrenia, de la misma forma que treponema es el de la Parálisis General. Este es el homenaje que puedo rendir a Krafft-Ebing, cuyo binomio «civilización-sifilización» expresa fielmente las causas del crecimiento moderno de las enfermedades mentales… Pero atribuyendo la esquizofrenia a un microbio, haciéndola una enfermedad, Kraepelin y sus sucesores han disimulado la verdadera respuesta… Que estaba ahí también, y era su deber hacia la máquina.

Sin embargo, no puedo parar en ese punto mi razonamiento analógico. Marx, al fiarse demasiado del progreso, no me es de ninguna ayuda en la investigación sobre la servidumbre psí­quica impuesta por la máquina. Necesito dirigirme a mi expe­riencia clínica y, sobre todo, a Sartre:

«En los primeros tiempos de las máquinas semi-automáticas, unas encuestas han mostrado que las obreras especializa­das se abandonaban durante el trabajo a una ilusión de carác­ter sexual, se acordaban de la habitación, la cama, la noche, de todo lo que no concierne más que a la persona en la soledad de la pareja encerrada en sí misma. Pero era la máquina en ellas quien soñaba caricias: el género de atención requerido por su trabajo no les permitía, en efecto, ni la distracción (pen­sar en otra cosa), ni la aplicación total del espíritu (el pensa­miento retarda aquí el movimiento); la máquina exige y crea en el hombre un semi-automatismo invertido que la comple­ta…» («Crítica de la Razón Dialéctica»).

¿Habría nacido la Demencia Precoz de la máquina semi-automática?

Yo mismo recibí las confidencias de una obrera que, desde sus comienzos en un taller de montajes electrónicos, se deses­peraba por no poder seguir el ritmo de sus compañeras. Los dedos se le entumecían por la atención que ponía en acoplar­los al ritmo de la cadena. Hasta que un día una compañera le reveló su secreto: se imaginaba sola, medio desnuda, echada al borde de un plácido lago, con una temperatura ideal, con­templando sin apremio la tranquilidad del lugar… Efectivamente, este sueño permitió a mi interlocutora ponerse al nivel de sus compañeras… Sentí vértigo al imaginarme ese taller de veinte obreras, echadas en los bordes de veinte lagos diferen­tes, emancipando sus dedos por veinte sueños igualmente plá­cidos…

Aquí reside precisamente la primera escisión impuesta al hombre por la máquina; es necesario vaciar su cuerpo de toda voluntad propia, desatar su espíritu… El dualismo cartesiano es la primera exigencia de la máquina, y Descartes se revela tanto por este dualismo, como por la parcelación expresada en sus preceptos no como sacerdote de la manufactura tal como le creía Marx, sino como el profeta de la máquina. Y este dua­lismo es el fruto de sus reflexiones sobre el cuerpo humano, re­presentado como un acoplamiento de máquinas montadas en serie en una fábrica…

Por muy seducido que esté por estos descubrimientos, debo de reconocer, sin embargo, que falta un eslabón en mis analo­gías. Ni la máquina, ni su ahijada burocrática, tienen el poder de reprimir al individuo hasta el punto de hacerle huir de la vida. Es necesario un instrumento intermediario de opresión. Y creo que este instrumento es la estructura familiar modifi­cada por la industria. Es seguramente, por la experiencia de todos, el mayor instrumento de tiranía del esquizofrénico, pero no sé, mediante qué mecanismos, relacionarlo con la máquina. Puede que la debilitación de una familia reducida solamente a los padres juegue ahí un papel, puede ser la tiranía del padre como único gana-pan, que es predominante… El eventual chulo de la joven prostituta de Kraepelin, ¿no sería su padre?…

CARDINAL

Ha llegado el momento de hacer un alto, pues descubro un mundo al revés…

Si me he enterado bien, el hombre «normal», el que llega a obedecer a la máquina, a separar su cuerpo de su espíritu, a disociarse, ese sería el verdadero esquizofrénico, o mejor di­cho, esquizotropo.

Pero este hombre «normal», «normalizado», que satisface a las normas de producción, corre el riesgo de disociarse verda­deramente, de debilitar su naturaleza al especializarla, de perder su soberana integridad para convertirse en el esclavo des­trozado de una mecánica incontrolable. No porque algunos ha­yan denunciado este peligro, ha sido conjurado, y lo cotidiano nos recuerda hasta qué punto se realiza la alienación diseccio­nante de cada uno. Ese hombre del que hablamos ya no puede servir de criterio de humanidad.

Peor aún; de entre estos esquizotropos se desprenden las siluetas de aquellos que se disocian «al revés», que separan su espíritu de su cuerpo, siempre en obediencia a la máquina, pero esta vez para someterle no ya su cuerpo, sino su espíri­tu; estos son los educadores, los sacerdotes, los psi… De todo pelaje, y otros hechiceros, cuyo papel fundamental es imponer sumisión a la máquina. La fría silueta de Kraepelin se desin­tegra, allí, en su sitio… Frente a esta pesadilla cartesiana se revelan esos hombres enteros que no se atreven, no pueden o no quieren disociarse. La paradoja de la máquina, que es tam­bién su «mecanismo de defensa», es denunciar una debilidad cuando se trata de una integridad. Pero la suprema maquinación del alienista diseccionador es erigir la integridad en enfer­medad, tratarla para imponerle el silencio.

¿Por qué Kraepelin no escucha esa advertencia solemne que le prescribe «disminuir un poco la altura de las lecciones», cuya parodia caricaturesca es precisamente garantía de sinceridad? ¿Para qué, sino para mejor servir a la máquina hacien­do creer a sus esclavos que están en lo cierto? ¿Para qué si no crearía «un movimiento con toda libertad para ensanchar el horizonte», y qué es precisamente lo que rehúsa?

Entre esos hombres enteros sólo un pequeño número se libra de Kraepelin. Y son los que se quedan enteros por temor; los que, habiendo intentado escindirse según el dualismo maquinista, descubren ahí el riesgo de conseguir su despersona­lización y de separar realmente su espíritu de su cuerpo. Estos hombres enteros a pesar suyo, aceptan el veredicto maquinal del psiquiatra con la esperanza de salvar su alma.

Sin embargo, aun inmersos en esta «enfermedad» que ali­menta su temor, saben manifestar su integridad. Su mensaje nos emociona porque proviene de un universo que hemos per­dido, porque aclara nuestro espectral universo con una luz to­tal que no descompone ninguna red maquinada.

Por esto importa en primer lugar desprender este mensaje de sus artificios, discernir lo que, en la locura, pertenece al mito maquinal de la enfermedad y lo que es iluminación.

Pues la prisa de la máquina se atenúa. Y no quiero tener por prueba más que el hecho mismo de comprender, en fin, lo que fue incomprensible. Mañana la desintegración del hom­bre en funciones distintas cesará al mismo tiempo que el au­tomatismo someterá toda una cadena de producción a la sobe­ranía de un solo obrero. Ciertamente la opresión capitalista en ese punto perfeccionará su ferocidad, pero atacará a un hom­bre completo. El iluminado, ahí, volverá a encontrar su papel, por poco que la sociedad reconozca su enfermedad como un mito y su palabra como una revelación. Aún es necesario pre­pararle.

Termino. Mi osadía no llega a esperar haber interpretado esta filosofía moral que Kraepelin rechazaba. Al contrario, pien­so que he expuesto en este párrafo lo esencial del mensaje contenido en las palabras incomprensibles del segundo enfermo de Kraepelin (caso núm. 032): «Es la guerra. Ya no come nada. Viva la palabra de Dios. Un cuervo está en la ventana y quiere comer su carne.»

Para que cesen los sacrificios humanos es necesario volver a dar la palabra a los hombres.

(1) N. del T. — Uno de los cuatro tipos de esquizofrenia admitidos desde Bleuler, cuyas características fenomenológicas fundamentales son: personalidad desintegrada, amaneramiento, absurdidad, delirio cuya coherencia parece laxa, y comportamiento bizarro. Desde Heckez es conocida con el nombre de hebefrenia.
(2) N. del T. — Tipo de esquizofrenia en la que la motilidad voluntaria se encuentra abolida mientras se conserva la motilidad refleja.
(3) N. del T. — La Demencia Precoz fue posteriormente llamada por Bleuler esquizofrenia.
(4) N. del T. — Lenguaje obsceno obsesivo o descontrolado.

(5) N. del T. — Sin embargo, la Parálisis General, y pese al hallazgo de treponemas sifilíticos en el cerebro, no deja explicado el contenido de los famosos delirios de grandeza. Para ello hay que recurrir a la biogra­fía del paciente y a su entorno social.


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