Algunos apuntes sobre el DSM-V

Os dejamos un texto que nos ha llegado al correo electrónico desde la revista Epidemia de la salud, «publicación en construcción sobre salud y control social». Se agradece sobremanera la aportación, y animamos a la gente que lee primeravocal.org a estudiar, formarse una opinión propia y atacar las nuevas estrategias represivas que nos trae de la mano el DSM-V.

La historia del manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM) se remonta a 1869 cuando la asociación Americana Médico-psicológica, que luego pasaría a ser la actual asociación americana de psiquiatría (APA), crea un manual que responde a la necesidad de contar con un sistema de clasificación de los trastornos mentales consensuado y aceptado ampliamente que otorgue consistencia y legitimidad científica a la psiquiatría oficial. Dicho de otra manera, ante una diversidad de posiciones y un desacuerdo generalizado en lo que concierne a los criterios diagnósticos, se definió un sistema de clasificación legitimado oficialmente con un peso de importancia por encima de todo aquello que quedara al margen de su “consenso”. Posteriormente, en 1952 es publicado el DSM I, la primera edición del manual. Esto sucede en pleno contexto de pacificación social en occidente e inicio en la carrera de la sociedad del progreso y el sistema moderno y tecnológico de dominación que hoy padecemos. Un contexto histórico recién salido de la II guerra mundial, obligado a aplicar estrategias de poder que requirieran mayor sofisticación. Clasificar a las personas como mercancía era entonces, y es ahora, requisito imprescindible para sostener las estructuras de dominación que se extienden hasta nuestros días.

Hablar del DSM es dar a entender de la forma más práctica el significado de aquella frase que nos dice que la psiquiatría es el brazo armado de una forma de vida, y no forma de vida entendida como una falsa elección dentro del sistema capitalista sino como imposición llevada a cabo a través de la patologización de las personas. Con su nacimiento se formaliza la invención de denominar normalidad y salud como sinónimos, así como se formaliza la utilización del diagnóstico como herramienta de etiquetaje del sufrimiento de las personas y como frontera moral del comportamiento humano. Esto se traduce en la práctica por medio de la llamada “psiquiatrización de la vida cotidiana”, asegurando que las diferencias y las desviaciones no amenacen la estabilidad social. Esta historia no nace con el manual, pero si se aumenta en calidad y efectividad.

El manual de diagnóstico psiquiátrico es la huella sobre el papel que delata a la psiquiatría y otras disciplinas subordinadas y/o complementarias (Psicología, trabajo social…) como instrumentos de control social al servicio de la producción económica, y no de las personas.

El manual fue revisado, ampliado y actualizado desde entonces. En 1968 aparece el DSM II, en 1980 el DSM III, 7 años más tarde la revisión de la tercera edición (DSM III R) hasta que en 1994 se edita el DSM IV, actualización presente a día de hoy. Ahora llega el DSM V, en mayo de 2013, continuando el legado oficial y cargado de unos cambios respecto a las anteriores ediciones y unas consecuencias sobre todas nosotras que superan nuestra capacidad de imaginación.

Puesto que este texto está escrito en las vísperas de la publicación del DSM V, cuya fecha es el 22 de mayo de 2013, y no va a salir a la luz hasta fechas posteriores a la señalada, quienes le estáis prestando atención ya podréis saber con certeza el resultado definitivo del manual, así como todos sus matices. Cierto es que siempre solemos estar a la cola y en desventaja de los gigantes que intentamos tumbar, pero no queríamos que por eso se quedara en el cajón la información, a pesar de su valor caduco. Son muchos los posibles cambios barajados en la construcción del nuevo DSM, muchos de ellos no abordados en este texto por imposibilidad de puntualizar todos y expresar al mismo tiempo un posicionamiento frente a los mismos.

Sería interesante hacer un repaso de la evolución y las contradicciones que se manifiestan a través de las diferencias y actualizaciones dentro de cada edición del DSM. Sin embargo, ello conllevaría una extensión que este texto prefiere centrar en lo que, se podría decir, nos toca de lleno. La manera de hacerlo es a través de un artículo llamado “Abriendo la caja de Pandora, las 19 peores sugerencias del DSM V”, escrito por Allen Frances*1 (ver en esta misma web), antiguo jefe de tareas del DSM IV y del departamento de psiquiatría en la escuela de medicina de la universidad de Duke. Lo utilizamos como referencia, no porque queramos hacer publicidad de tal sujeto, conscientes de qué pie cojea y cuál es el trasfondo de su crítica, que no va más allá de exigir mayor transparencia en los grupos de trabajo, mayor organización, límites en las tasas de trastornos y en la creación de nuevos diagnósticos… sino porque una crítica desde las entrañas de su construcción puede aportarnos información interesante al respecto.

Nuevos diagnósticos:

Entre los nuevos diagnósticos que el autor considera peligrosos se encuentra el síndrome de riesgo de psicosis; un tipo de diagnóstico basado en tratar a las personas farmacológicamente antes de que los “trastornos mentales” se manifiesten en las mismas. Conocida como “identificación temprana” o “tratamiento de individuos en riesgo”, es una tendencia en expansión no sólo en el campo de la psicosis. Se dice que la tasa de falsos positivos podrá ser de un 70 al 75 % y más alta, una vez que sea oficial. Cientos de miles de jóvenes adultos y adolescentes recibirán prescripción de antipsicóticos atípicos*2. Allen dice que esto puede provocar una catástrofe de la salud pública, pero no duda en defender las buenas intenciones de la identificación prematura siempre y cuando sea un tratamiento seguro adecuado al diagnóstico específico. Una crítica insuficiente a nuestro padecer pues se centra en los excesos y no en la lógica que conlleva. Resulta verdaderamente cínico que la APA asegure no guiarse por ninguna ideología, corriente o escuela, a la par que fomenta herramientas de éste calado. ¿Por qué? Porque presuponen sin prueba alguna la posibilidad de averiguar un futuro desarrollo de episodios psicóticos en las personas y proponen medicalizar como respuesta “preventiva” bajo el beneplácito de la industria farmacéutica. Cínico porque el carácter biologicista*3 de éstas prácticas es abiertamente descarado.

Otro nuevo diagnóstico es el trastorno mixto de ansiedad depresiva, ya existente en la clasificación del CIE10 de la OMS (1992). Las personas atrapadas en dicho etiquetaje serán aquellas que no cumplan criterios de depresión ni de trastorno de ansiedad, pero sí tengan síntomas por ambas partes. Allen dice sobre ello que estos síntomas están distribuidos en la población general, conclusión que para ser afirmada no requiere de ningún título académico sino de un par de ojos y otro par de oídos. Si la prevención puede resultar un gran negocio, éste nuevo diagnóstico sin duda será boyante para las farmacéuticas, repartiendo pastillas para calmar respuestas naturales (ansiedad y depresión) a las condiciones en las que vivimos.

Las personas mayores de 50 años tendrán que enfrentarse al trastorno cognitivo menor, diagnóstico basado en detectar síntomas inespecíficos de desempeño cognitivo reducido. Allen dice que para confirmar que la persona tiene una disminución de sus sentidos, sin contar con los falsos positivos, existe una evaluación objetiva que en el mejor de los casos es imposible de concretar en un punto de referencia, por lo que en los casos de atención primaria no será llevada a cabo y se basará en medicar con prescripciones no efectivas de drogas y remedios de curandero. Hacerse mayor y perder facultades por fruto de los años y de las condiciones vitales y ambientales, es decir, funcionar como seres vivos y no como máquinas es, a día de hoy, borrador de trastorno mental.

El trastorno de atracones, que en el DSM IV se encuentra en el apéndice, pasa a ser una categoría diagnóstica que consiste en atracones similares a los de la bulimia pero sin vómito autoinducido. Las personas que se autolesionan como forma de expresar su descontento al menos una vez a la semana por tres meses pueden caer en el estigma y en medicaciones de probada ineficacia.

El trastorno disfuncional del carácter con disforia es, para Allen, una de las más peligrosas sugerencias para el DSM V porque puede promover una gran expansión de los antipsicóticos, con todos los problemas que esto puede generar. Dice que su función aparente es corregir los excesivos diagnósticos de trastorno bipolar en la infancia, pero el único error que, a su parecer existe, es la pobre redacción que imposibilita cualquier corrección. Normalmente cada actualización del DSM acaba afirmando “errores” de los pasados manuales. Aquí tenemos un gran ejemplo de ello. Lo verdaderamente crudo es que aquellas consecuencias directas sobre innumerables vidas perdidas en el olvido, son simplemente “errores”. Además, estos mismos evidencian la construcción artificial de la definición de las enfermedades en base a los intereses que imperan en el momento en que se formulan*4.

El trastorno coercitivo parafílico merecería, al igual que los anteriores, un escrito específico. Bajo el nombre de violación parafílica se intentó incluir en el DSM III R, pero fue rechazado porque era imposible de diferenciar a aquellos violadores cuyas acciones son el resultado de una parafilia o de otros factores como el poder. Ahora parece que, por “arte de pretendida ciencia”, sí será incluido. Dice Allen que el diagnóstico está basado sólo en el comportamiento de la persona y que dará lugar a un alarmante tasa de falsos positivos. No es que nos importen lo más mínimo los violadores, pero sí quienes sufren su autoridad y por eso la importancia de señalar que este etiquetaje supone un arma de distracción social utilizado, como de costumbre, por el poder para esconder las verdaderas causas de actos tan despreciables, que a nuestro entender yacen en las relaciones patriarcales y no en los “desajustes” neuroquímicos de nadie.

Otro diagnóstico novedoso que Allen nombra y que nos parece importante destacar, dado su gran contribución en el refuerzo del sistema patriarcal y la heteronormalidad, es el trastorno de hipersexualidad, el cual no equivale a la adicción al sexo pero sí a conductas puntuales como el sadismo, el erotismo, el masoquismo y los trastornos de identidad de género entre otros.

Por último, Allen y no nosotros, habla de “medicalización de las elecciones de vida” refiriéndose a la categoría de “adicciones conductuales”, la cual sería incluida en la sección de adicciones a sustancias como trastorno de juego patológico, transferido este de los trastornos compulsivos. Así, adicción a comprar, al sexo, al trabajo, a la tarjeta de crédito y su deuda, a los videojuegos… serán excesos susceptibles de ser tratados con psicofármacos. La conclusión que sacamos de esto es que, si hasta ahora aquellas personas que no lidiaban con las compras ni con los trabajos tienen todas las papeletas para ser catalogadas como enfermas mentales, puede que las que sí lo hacen con cierta constancia y sin practicar la moderación también las consigan. Fomentar y exigir las conductas a la vez que castigar y/o premiar las formas, estrategia de un sistema que induce a la paranoia.

Umbrales más bajos:

Sumando posibles modificaciones, no sólo hablamos de nuevos diagnósticos sino de umbrales más bajos. Una de las sugerencias consiste en eliminar el criterio de “significación clínica”, requerido en el DSM IV para cada trastorno que tuviera un borroso límite con la normalidad (alrededor de dos tercios de ellos). Utilizado para identificar ciertos síntomas de trastornos compatibles con la noción de normalidad, su eliminación, según Allen, incrementará las ya infladas tasas de diagnósticos psiquiátricos al aumentar la intolerancia por parte de los establecidos cánones de aquello que se considera como normal.

El trastorno de déficit de atención, con o sin hiperactividad, está sujeto a posibles cambios que aumenten las tasas de TDAH y el correspondiente abuso generalizado de medicaciones estimulantes. El primero es permitir que el diagnóstico se dé simplemente con síntomas y sin la presencia de discapacidad. El segundo es reducir a la mitad el número de síntomas requeridos para adultos, y el tercero consiste en elevar la edad requerida de comienzo de 7 a 12 años. Por último, permitir el diagnóstico en presencia de autismo. Según Allen, que no cuestiona la existencia del trastorno en sí, esto conllevará un flujo enorme de falsos positivos en adolescentes y adultos debido a que se reduce la especificidad del diagnóstico. Además, tomar sustancias estimulantes supondrá un grave peligro para las personas con autismo debido a su gran vulnerabilidad.

El trastorno de adicción puede llegar a ser una nueva categoría que reemplace a la distinción entre abuso de sustancia y dependencia de sustancia, bajando así el umbral para el etiquetaje e incluyendo cualquier tipo de abuso en la condición de adicción.

La medicalización del duelo normal consiste en considerar síntomas del episodio depresivo mayor como trastorno mental. Es decir, dos semanas de ánimo depresivo, pérdida de interés en actividades, insomnio, perdida de apetito y problemas en concentrarse inmediatamente posteriores a la pérdida del conyugue podrán significar el diagnóstico de un trastorno mental.

La pedohebefilia pretende extender el concepto de pedofilia al acto sexual con púberes (adolescentes), no sólo patologizando y criminalizando el deseo, sino psiquiatrizando lo que, como ya dijimos antes, son actos basados en relaciones de poder*5 y no en desajustes neuroquímicos.

Otros cambios:

Si bien seguramente existan modificaciones finales que no se correspondan del todo con lo descrito en este texto, existen otros datos de actualidad encontrados que nos parecen importantes:

Los desórdenes de inicio en la infancia y la adolescencia son un muy posible cambio en la clasificación de los trastornos generalizados del desarrollo. Esta categoría pasará a denominarse “trastornos de espectro autista”. Se eliminan de este modo las etiquetas del síndrome de Asperger, el trastorno infantil desintegrativo y el trastorno generalizado del desarrollo no especificado para formar parte los tres de la misma categoría. El argumento para este cambio es que todas responden a niveles cuantitativos de un mismo trastorno. Si a simple vista la eliminación de etiquetas puede significar positivo, sabemos que la motivación de tal cambio no va por ahí. Sólo es necesario fijarnos en el síndrome de Asperger, etiqueta de personas con gran capacidad de almacenar información y mucha dificultad para establecer vínculos con los demás. Si en nuestro día a día es posible ver a chavales que todavía van a lo parques, sentándose en corro pegados a sus móviles y máquinas e incluso hablando entre ellos por medio de las teclas, sin intercambio de gestos ni de miradas, no es difícil hacerse a la idea de quiénes son más susceptibles de ser diagnosticados en este marco específico. Pues bien, si este diagnóstico entra junto los anteriormente nombrados en una misma categoría que abarca todo síntoma que huela a autismo, atendiendo a los síntomas y no a las causas, entonces la red es más amplia, el anzuelo más goloso. Sin duda, la estigmatización de los chavales tiene más margen y, en cambio, la detección de un problema real de aislamiento extremo será más difícil debido a la ambigüedad que atraviesa la propuesta.

Otro aspecto importante es que el diagnóstico no se compondrá únicamente de categorías. No seremos sólo susceptibles de ser diagnosticadas de acuerdo a una combinación de síntomas, sino también de ser supervisadas en base a valorar la severidad y variación en el tiempo de cada uno de estos. Es decir, se introduce un “criterio dimensional”. Por ejemplo, si tenemos una depresión, nos diagnostican de esquizofrenia o de trastorno de déficit de atención, cada síntoma tendrá un seguimiento. Esto determinará la existencia de tratamiento en función de cuánto de cerca estemos del comportamiento considerado normal y cuanto del considerado patológico. El campo de actuación que este cambio otorga para que la psiquiatría se entrometa en nuestra conducta es atroz. Al igual que la facilidad con ello de aplicar lo que consideran como “dispositivos de prevención” a la mínima que una persona presente un síntoma catalogado de anormal. Si por cada cambio de ánimo pasajero, cada síntoma de apatía, cada sentimiento largo de ansiedad o cada delirio auditivo o visual aislado, por poner ejemplos, la prevención psiquiátrica entra en nuestras vidas, hagan sus apuestas.

Una estrategia acorde a estos últimos cambios comentados parece que se va a aplicar también en el caso de la esquizofrenia. Por lo visto, los subtipos serán eliminados y otra vez, la instantánea reacción de alivio que entendemos por eliminación de etiquetas, se desvanece al comprender que de esta jugada los diagnósticos pueden atrapar con mayor facilidad a mayor número de personas que sufren psíquicamente.

Por último, destacar que una novedad que trae el manual es la posibilidad de realizar revisiones puntuales en la medida en que aparezcan hallazgos sólidos. Suponemos que esos hallazgos sólidos sean los descubrimientos con “base científica” que tengan suficiente financiación (no hace falta repetir de donde viene) como para salir a flote. Así que suponemos que, si de verdad se cumplen estas revisiones en el futuro, no sean en beneficio nuestro. Pero no es descartable que a raíz de esta novedad se pueda colar algún cambio que reste la monstruosidad del proyecto gracias a la presión social, mediática y pública. Cambio sobre el cual entendemos que, en caso de lograrse, sólo servirá para beneficiar la imagen de democratización, flexibilidad y transparencia de la psiquiatría oficial. Presión social sobre la cual entendemos que, si tiene calado, será la de aquellos sectores que, de alguna manera u otra, contribuyen a la defensa y legitimación de la existencia del manual. También nos imaginamos que sólo puedan llegar a rasgar determinados matices que no modifiquen demasiado la estructura. Pero lo que está claro es que cualquier rasgadura en nuestro favor es ganar autonomía en el día a día, partiendo de que luchamos contra gigantes y de que las rasgaduras tienen el mismo efecto que los medicamentos; Pueden aliviar en determinados momentos en los que no queda casi aire, pero ni curan ni solucionan nada.

Para nosotras, aunque útil para saber hasta qué punto y sobre qué vidas y mentes puede caer el peso de éste arma de control social, no es tan importante el hecho de que todos estos posibles cambios acaben siendo oficiales y totalmente idénticos a las propuestas del borrador o no, sino el hecho de conocer cuáles son las intenciones futuras de los artífices del mismo, que para nada identificamos con seres que conspiran en la sombra, sino como subordinados de la industria farmacéutica y como padres de la psiquiatría oficial y del trasfondo ideológico que la misma conlleva, basado en individualizar los problemas y culpabilizar a las personas de las respuestas naturales a la decadencia y la enfermedad que el sistema capitalista genera.

Notas:

1*Allen Frances, principal editor de la versión precedente escribió en Psychology Today: “Es el momento más triste de mis 45 años en la psiquiatría”. Ha firmado peticiones para rechazar el documento y sospecha una alianza de los autores con las corporaciones farmacéuticas para expandir el número de diagnósticos que obliguen a tomar alguna pastilla.

2*Se les llama así a una nueva generación de antipsicóticos que tienen efectos secundarios menos severos que sus predecesores. (No es tanto la severidad sino la visibilidad de la gravedad lo que realmente varía.)

3* Corriente cuyos argumentos y explicaciones en torno a la enfermedad mental se basan en el origen genético que atribuyen a las causas de su aparición.

4* La homosexualidad fue considerada trastorno mental en el DSM II hasta 1973.

5* Un apunte que queremos hacer al respecto es que sólo consideramos que exista violación de la voluntad en aquellas relaciones en donde una de las partes no consienta que se dé. En el caso de la infancia damos por hecho que la relación de poder es inevitable debido a la imposibilidad de consentimiento entre ambas partes, pero en la adolescencia sí comienza a poder darse una voluntad consentida entre ambas partes, por lo que en este caso no es rechazable a menos que los juicios moralistas se antepongan al respeto.


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